El presidente electo de EEUU Donald Trump sube al escenario en un mitin en el Lee's Family Forum en Henderson, Nevada,  el pasado 31 de octubre.

El presidente electo de EEUU Donald Trump sube al escenario en un mitin en el Lee's Family Forum en Henderson, Nevada, el pasado 31 de octubre. Reuters

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Los tres retos existenciales a los que se enfrenta Trump en su segundo mandato: disuasión nuclear, IA y cambio climático

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Incertidumbre. Esa es la palabra que recorre los análisis de todos los expertos tras el holgado triunfo de Donald Trump en las elecciones estadounidenses. Todo nuevo presidente trae consigo un grado de novedad y la novedad siempre es motivo de una cierta ansiedad, pero en este caso se juntan dos circunstancias peligrosas: un político con tendencia al exceso y una situación mundial que pende de un hilo en demasiadas cuestiones.

Esta segunda administración Trump tendrá que lidiar con los retos de un cambio climático en el que no cree, tendrá que reafirmar una política exterior de décadas que le resulta una carga y verá cómo se desarrolla una tecnología -la Inteligencia Artificial- llamada a cambiar por completo el planeta.

Son tres cuestiones existenciales para el ser humano y para el planeta en general, en las que correr riesgos y satisfacer los intereses de los amigos -dos peculiaridades de la primera administración Trump y del personaje como tal- puede suponer un enorme peligro.

En torno al presidente electo giran tres hombres que pueden resultar clave a la hora de dar respuesta a estos retos: Robert F. Kennedy Jr., Elon Musk y JD Vance. Los tres, aparentemente, formarán parte de su equipo de gobierno y tendrán que tomar decisiones que pueden tranquilizar o hacer temblar al mundo. De su capacidad de aparcar el populismo de campaña y afrontar con seriedad y rigor los problemas, dependerá el futuro del planeta tal y como lo concebimos.

¿Qué haría ante un ataque preventivo de Putin en Europa?

Empecemos por la cuestión nuclear, es decir, por el papel más o menos activo que Estados Unidos quiera jugar en la política exterior. Desde el final de la II Guerra Mundial o, más bien, desde que en 1949 la Unión Soviética hiciera su primer ensayo atómico, la guerra nuclear ha estado fuera de cualquier cálculo por una cuestión de disuasión entre bloques. Cada superpotencia ha tenido el contrapeso de otra superpotencia nuclear que amenazaba con devolver cualquier ataque hasta acabar destruyéndose por completo.

De hecho, sabemos por filtraciones del Pentágono que Vladimir Putin se planteó utilizar armas nucleares tácticas en Ucrania en otoño de 2022, cuando la guerra se le torció con los desastres de Járkov y Jersón. La decisión estaba tomada, pero la diplomacia estadounidense y la OTAN actuaron con rapidez: si Putin daba el paso que nadie había dado desde 1945, se vería envuelto en un conflicto directo con la Alianza Atlántica y todas sus tropas en Ucrania serían aniquiladas mediante ataques masivos con armas convencionales.

La disuasión, una vez más, funcionó. La pregunta, ahora, es: ¿contestaría Trump de la misma manera? El republicano es un ferviente admirador de Vladimir Putin como lo es de todos los autócratas del mundo, Kim Jong-Un incluido. No solo eso, su vicepresidente JD Vance siempre se ha opuesto en el Senado a cualquier ayuda a Ucrania, considera a Zelenski "un mercader" y niega que Putin sea un enemigo de Estados Unidos, sino meramente un "competidor".

Si Rusia -o Corea del Norte o China- siente que lanzar una bomba nuclear le va a beneficiar militarmente y que no va a tener consecuencias, es difícil apelar a un sentido moral para evitar la tragedia. Una tragedia que puede ampliarse en cualquier momento. La guerra de Ucrania, desgraciadamente, se cerrará en falso, pero la amenaza no acaba ahí: ¿Qué pasaría si Putin decide atacar Estonia, Letonia, Lituania o Finlandia? ¿Cómo contestarían Vance y Trump? ¿Le dejarían hacer, sin más? En ese caso, más nos vale a todos ponernos a enriquecer uranio como locos más pronto que tarde.

Los riesgos incalculables de la Inteligencia Artificial

Elon Musk es el hombre más rico del mundo y uno de los más fervientes seguidores de Donald Trump. Su amistad, eso sí, es relativamente nueva. Durante años estuvieron enfrentados o, cuando menos, distanciados. Cada uno por su camino. Ahora bien, durante el último mes de campaña, Musk se ha volcado tanto en el apoyo a Trump que se ha ganado casi seguro un puesto en su administración. En principio, para controlar el gasto público, aunque es imposible mantener a un tipo con las inquietudes del magnate de las tecnologías en un puesto tan burocrático.

Elon Musk en un mitin con Trump durante la pasada campaña electoral.

Elon Musk en un mitin con Trump durante la pasada campaña electoral. Reuters

Aparte del servidor de internet Starlink, de los coches de alta generación Tesla, del programa aeronáutico SpaceX y de la red social X (antes conocida como Twitter), Musk se ha metido de lleno en el desarrollo de la Inteligencia Artificial, la industria del futuro. Aunque muchos vinculen la IA a poco más que “deep fakes” de algunas imágenes y a la sabiduría de Chat GPT, lo cierto es que hablamos de una tecnología de posibilidades infinitas, con el riesgo que eso conlleva.

Por primera vez desde la Revolución Industrial, además, es una tecnología que se está desarrollando desde el sector privado, principalmente en Silicon Valley, donde la prudencia está muy mal vista y el riesgo prima ante todo. En ese sentido, la vigilancia y el control de una autoridad estatal es de extrema importancia. La IA, según los expertos encargados de su investigación, puede cambiar el mundo como lo cambió en su momento la rueda, la máquina de vapor, la imprenta o las propias armas nucleares. Hablamos de un territorio desconocido en el que lo mismo nos podemos encontrar dioses que monstruos.

En su reciente libro, On the Edge, el estadístico Nate Silver consulta a varios de estos expertos sobre su valoración de riesgo, lo que se conoce en la jerga como "p (doom)". El "p (doom)" cuantifica la posibilidad de una enorme catástrofe que acabe con la humanidad o al menos con nuestra manera de entenderla.

Parece ciencia ficción, pero es una cuestión vital ahora mismo en Silicon Valley y muchos entienden que ese riesgo de catástrofe es alto o incluso altísimo si las cosas no se hacen con cordura. ¿Pondrá una administración Trump esa cordura a la ambición de los desarrolladores? ¿Pondrá Trump límites, por ejemplo, a Musk… o mirará sistemáticamente a otro lado? ¿Qué harán los demás países al respecto si ven que nadie interviene? Son incógnitas que convendría despejar cuanto antes.

Del “fracking” a los “chemtrails”: todo menos ciencia

Cuando se habla de cambio climático siempre hay polémica. Poca gente duda ya de que el aceleramiento del cambio climático es una realidad porque así lo reflejan los datos y el consenso es casi total en la comunidad científica en torno a la responsabilidad del hombre en ese aceleramiento. Otra cosa es en el terreno político. Ahí no hay acuerdo ni nada que se le parezca. Cada vez más, las políticas ambientalistas, las agendas verdes, etc. están peor vistas porque tienen un precio económico. Y mucha gente, ante la posibilidad de obtener ahora más recursos o proteger a las próximas generaciones de una posible catástrofe, elige lo primero.

Donald Trump llega con su esposa, Melania,al Centro de Convenciones del Condado de Palm Beach, Florida, para dirigirse a sus partidarios tras ganar las elecciones presidenciales.

Donald Trump llega con su esposa, Melania,al Centro de Convenciones del Condado de Palm Beach, Florida, para dirigirse a sus partidarios tras ganar las elecciones presidenciales. Reuters

En esas, por ejemplo, está Donald Trump. Sus ataques a las limitaciones a la industria han sido constantes durante la campaña -aseguró que permitiría el “fracking” desde el día uno de su mandato-, y se ha rodeado además de ilustres conspiranoicos que han alimentado en los últimos años más de una polémica basada en bulos fáciles de extender. Entre ellos, está, por ejemplo, Joe Rogan, el famoso podcaster que nunca ha ocultado su fascinación por el movimiento MAGA y que en la previa de las elecciones decidió directamente pedir el voto para Trump.

También está, por supuesto, Robert F. Kennedy Jr., conocido antivacunas, defensor de la teoría de los “chemtrails” y aliado de Trump desde que retirara su candidatura como independiente en agosto. RFK Jr. está convencido de que tendrá un papel en la administración y entre sus propuestas está limitar la financiación pública de las vacunas y eliminar el fluoruro del agua por vincularlo a terribles enfermedades sin evidencia científica alguna. 

La primera administración Trump ya demostró en sus estertores una querencia contra la ciencia siempre que la ciencia les estropeara sus planes. Para la historia quedará la recomendación de Trump de beber lejía para acabar con el Covid o la persecución mediática contra Anthony Fauci. Dejar en manos de Kennedy la salud de los estadounidenses ya es de por sí un peligro, pero dejar en sus manos o en las de alguno de sus nuevos amigos las medidas de protección ambiental afecta a todo el planeta y complica su existencia como tal.