Foto: A.M.

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África

La fiebre del oro de Senegal: drogas, alcohol, prostitutas y lingotes con destino a Dubái

Todos los viernes, cuando los mineros que trabajan en Bantako, la mayoría musulmanes, libran, se desatan verdaderas bacanales. 

30 marzo, 2024 03:09
Bantako (Senegal)

Es como ver construir la torre de Babel. Los hombres se transforman en hormigas con el paisaje, son puntitos impersonales como los protagonistas de las fotografías de Sebastião Salgado, escenas bíblicas que se repiten milenio tras milenio; en las pirámides fueron miles de esclavos construyendo tumbas y en Senegal, en la región de Kédougou, en la mina artesanal de Bantako, son miles de malienses, burkineses, guineanos y nigerianos que se sumergen a cincuenta metros bajo tierra para buscar el oro que les hará libres… hasta que se lo gasten todo y toque volver allí abajo.

Son decenas de miles de mineros. No existe un censo oficial que los cuente. Sólo se sabe que buscan el oro, le or, more gold, wurus, variantes idiomáticas del mismo sueño que se extiende en una línea de cuatro kilómetros junto a la orilla sur del río Gambia.

Aquí se ha establecido un pacto de Estado no oficial: los inmigrantes procedentes de otros países de la región prueban suerte en las minas artesanales de Bantako o de Kharakhéna, mientras los senegaleses, los nacionales, son contratados por grandes compañías extranjeras como Resolute, donde su salario se traduce en un cómodo cheque cada final de mes y con el manejo de maquinaria pesada. Algún maliense o burkinés afortunado puede que consiga uno de esos cheques, todo es posible aquí, pero la mayoría de los inmigrantes terminan en Bantako, viven y duermen en la ciudad-favela que se ha creado a lo largo de los años en torno a esta mina artesanal, y sobreviven en un ecosistema construido sobre el brillo que les atrajo.

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“El oro nunca se va a acabar en Kédougou”, chilla un minero procedente de Nigeria mientras hace un descanso, está desarrapado sobre unos sacos apoyados a la sombra. Por encima de sus gritos y del calor sofocante se escuchan los motores de motocicleta que fueron extraídos del vehículo y tuneados para servir de poleas y subir y bajar a los mineros y los sacos.

"Gano mucho, créeme"

“Yo vine aquí hace siete años y todavía no me arrepiento. Hay veces que gano mucho, mucho, créeme”. Contesta el nigeriano que los mejores meses gana entre 400.000 y 500.000 francos CFA (entre 610 y 760 euros) pero que otros meses, claro, no gana nada. Cero. Los mejores meses se embolsa aproximadamente la renta per cápita anual de Senegal y los peores meses sólo come arroz, esa es la apuesta que hacen todos aquí.

Pronto se hace evidente que su método de pago consiste en esos sacos que se ven por todas partes. Una cuadrilla de 40 o 50 hombres por cada agujero se turnan para hacerse cargo de la polea o bajar al inframundo, y tienen que extraer al menos cuarenta o cincuenta sacos diarios para pagar a cada integrante con uno, baje ese día o no.

Los mineros salen cubiertos de un polvo blanco que contrasta vivamente con sus facciones naturales, y los ojos negros parecen asomar de la máscara de un brujo que descendió al centro de la Tierra, robó polvo de estrellas que cayó con un meteorito hace cientos de millones de años y subió de nuevo, intacto. Como brujos. Salen de aquellos agujeros detrás de los sacos, los sacos son lo más importante porque allí está la tierra de donde luego podrían sacar el oro, si toca.

Las bolsas de piedra que extraen de los túneles que todavía están construyéndose, en el momento en que deben atravesar una capa de pizarra que no interesa a los mineros; las bolsas de pizarra se vuelcan hasta formar pequeñas colinas que escalan las mujeres y los niños para picarlos en pedazos muy pequeños, se llevan los cachitos a casa y los pican nuevamente para luego licuarlos e intentar sacar unos polvillos de oro de una calidad intermedia. Cada gramo cuenta.

Oro y prostitución

Los viernes, cuando los mineros (de mayoría musulmana) libran, se desatan verdaderas bacanales debido a que muchos son todavía jóvenes y solteros. A falta de un entretenimiento mejor, gastan generosamente sus salarios en alcohol, marihuana y prostitutas cuyos encantos de alquiler atraen incluso a otros jóvenes de la capital de la región, senegaleses que trabajan para las mineras extranjeras o que sencillamente no se dedican al sector minero pero que buscan lo mismo. El mundo se vuelve a la inversa por la fiebre amarilla.

La prostitución, que es legal en Senegal siempre que las trabajadoras sexuales cuenten con un certificado de salud, se convierte en un monotema para los jóvenes de Kédougou que esperan ansiosos cada viernes para conducir por los caminos de tierra que llevan al placer sucio de Bantako. Este certificado de salud, a efectos prácticos, es relativo: el mismo taxista que llevó a este periodista a las minas, un joven de 27 años llamado Cote, recién se había contagiado de sífilis después de que se le rompiera el preservativo en compañía de una prostituta de Bantako.

Hay quienes pican piedra, cierto, pero sus esposas pueden vender fritos en un puesto de la calle donde otros hombres prefieren regentar una boutique o montar un pequeño taller, comprarse una moto y hacer de moto taxi, etc. Los menores de 16 no suelen bajar a los túneles, aunque este periodista pudo ver a varios de 13 o 14 años que sí que lo hacían. Muchos niños se limitan a jugar o pedir dinero o picar piedra. Aunque hay escuelas en la localidad, sobra decir que el ambiente sostenido en la economía del oro no es propicio para un menor de edad.

Aparte de que quienes se benefician directamente del meteorito de allí abajo, los negocios circundantes también ganan su parte del valor exponencial y que comienza a partir del gramo de oro primigenio. El minero busca juerga un viernes noche y compra chicas, cerveza, lo majestuoso de esa pepita intacta desde hacía eones se mancha con el primer contacto humano.

Todos los entrevistados afirmaron que la mayoría de las prostitutas, al menos las más conocidas, eran nigerianas, y de seis prostitutas entrevistadas sólo una no era nigeriana, sino de Gambia. Como la proliferación de prostitutas nigerianas en África Occidental es un mal conocido en la región, ya sea en Mali, Costa de Marfil o Senegal, la ciudad-favela de Bantako no escapa a la odiosa moda. La mayoría son mayores de edad; otras, todavía no, y es saber popular que aquí puedes pedir una niña para depravarte por las noches.

Este periodista conoció a una prostituta nigeriana de 16 años y se le confirmó que no había límites en cuanto a la edad, dicho en ambos sentidos. Parte del oro termina convertido en el sudor que impregna los prostíbulos. Los mineros también gastan en comidas, transporte, cigarrillos… y siempre hay alguien viviendo en Bantako que ofrece estos servicios necesarios para conseguir el pleno desarrollo social de la localidad.

Para vender el oro, los mineros necesitan desplazarse a la ciudad de Kédougou y negociar con los compradores “certificados” por el Estado senegalés, que son senegaleses con un permiso concedido por el Gobierno. Dichos intermediarios compran el oro, lo funden en lingotes y posteriormente lo venden por un pequeño margen de beneficio (200-300 francos CFA por gramo) a las empresas radicadas en Dakar, que luego venden el preciado metal a Emiratos Árabes Unidos por un beneficio que ronda los 600 francos CFA.

Uno de estos intermediarios se lamentaba de que “antes podía ganar hasta 3.000 francos CFA por gramo de oro, pero todo ha cambiado con Internet porque el precio se fija ahora a tiempo real, según el mercado global”. A la pregunta de quién recibe el oro en último lugar, su respuesta fue clara: “Todo el oro de África termina en Dubái”.

Otra opción disponible para los mineros sería vender el oro a los compradores que habitan en el trajín de oficios de Bantako (la mayoría de estos intermediarios clandestinos son malienses) y no son pocos quienes prefieren darle una salida fácil a su recompensa dorada. Estos malienses confirmaron que les resulta más sencillo cruzar el oro a Mali y venderlo a unos clientes que omiten nombrar, antes que deshacerse del producto en suelo senegalés. La fuga de riquezas senegalesas a Mali queda patente aquí en un valor de millones de dólares al año y cuya cantidad exacta es imposible determinar, como consecuencia de las dinámicas del contrabando.

Un incentivo que empuja a muchos mineros a deshacerse del oro en la propia Bantako y siguiendo una característica metodología ilegal sería el peligro que supone trasladarse a Kédougou (ubicado a 40 kilómetros de la mina) con el salario de la semana guardado en el bolsillo.

Porque, aquí abajo, Robin Hood no existe. Nadie roba al rico para darle al pobre. Pero existen los bandidos que se reúnen por las noches en La Favela, un bar camuflado entre las chozas de la ciudad minera, y que prefieren apostarse en los caminos para asaltar a los mineros que se dirigen a cambiar el oro en la capital de la región; es característico que no atacan a los mineros de las compañías internacionales, a los senegaleses, como tampoco asaltan los camiones de Resolute atiborrados de oro, sino que centran sus objetivos en los inmigrantes de la minería artesanal. No roban al rico sino que roban al pobre, al inmigrante, al segregado, al indefenso.

El capitán Seck de la gendarmería senegalesa, jefe de la sección que abarca la zona minera, confirmó a EL ESPAÑOL la existencia de estos bandidos y los catalogó mayoritariamente como “malienses”, además de reconocer que las autoridades suelen llegan tarde a la hora de detener el crimen, cuando los asaltantes ya han huido.

Los mineros confirmaron esto. Hacían bromas diciendo que los gendarmes esperan a asomar cuando ya hace horas que no se escuchan disparos, intentan tomarlo con humor. Y es cierto que las compañías privadas siempre pueden contar con contratistas, pero los malienses, burkineses y guineanos asaltados no pueden permitirse esta clase de protección.

Xenofobia

Las costumbres festivas de los mineros extranjeros, sumadas a la presencia de intermediarios ilegales extranjeros y bandidos extranjeros, hacen que la población senegalesa muestre un aire con sabor xenófobo contra los inmigrantes. Es habitual escuchar a los locales afirmar que “los malienses no son de fiar” o que “los burkineses no quieren juntarse con nadie”.

La cultura senegalesa, caracterizada por su apertura natural hacia el extranjero en base a la teranga, encuentra aquí una traba sostenida en rumores, juicios morales y un resquemor basado en ese oro senegalés que beneficia a los inmigrantes y que también cruza la frontera para ensanchar las arcas de Mali. No podría decirse que esta xenofobia sea violenta, como no sea para hablar de los bandidos malienses o de las reyertas por una mujer, pero los comentarios están allí.

El oro degenera. Lo demostró la violentísima fiebre del oro en el Oeste americano, se percibe en las prostitutas nigerianas con deudas y adicciones al alcohol y las drogas. Los niños pican pizarra en lugar de ir a la escuela. Se generan ecosistemas que giran inútilmente en torno a una ambición arcaica que tampoco prolonga nuestra vida, el oro, un brillo amarillo que se intercambia por un beneficio exiguo. El capitán Seck contestó al ser cuestionado sobre posibles trifulcas por el oro que “no existen muchas disputas sobre el oro entre los mineros, el sistema que tienen les funciona… pero algunas veces se matan por una chica, o hay peleas de borrachos…”.

Basta preguntar a los mineros y los jóvenes que van de fiesta a Bantako para conocer que las rencillas por amor son comunes en esta sociedad rodeada de caminos de tierra, que las prostitutas que pasean allí, mitad vendidas y mitad amantes, vuelven loco a más de uno. La única alternativa al lecho compartido son los túneles y la promesa de que serás rico, un mes sí, al siguiente no, un mes sí, al siguiente no. Eso, si no te roban antes los bandidos.