BHL en el kibutz de los bebés degollados: "Hamás es un hermano gemelo de Estado Islámico"
Bernard-Henri Lévy visita el Israel en guerra, recorre el kibutz de Kfar Aza y habla con expresidentes, ministros, soldados del Tsahal y miembros de los cuerpos de rescate.
19 octubre, 2023 02:53Como durante la guerra de los Seis Días, la de Kippur, como durante las guerras del Líbano o las primeras guerras de Gaza. Como entonces, en este aciago 7 de octubre, se anunció el nuevo pogromo sobre una tierra que los judíos consideraban un refugio. Y, como cada vez desde hace medio siglo, por principios, para poder estar allí, justo allí, al lado de ese Israel que tiene exactamente mi edad, frágil y fuerte, negado en su existencia e imperturbablemente democrático, me subo al primer avión que puedo.
Voy a Asdod, a Ascalón, a esas ciudades del litoral cercanas a la Franja de Gaza donde suenan las sirenas o donde los pocos conductores que pasan por allí paran en medio de la carretera para detenerse en el arcén.
Me desvío hacia Beerseba, más al este, a las puertas del desierto. Voy a su centro médico Soroka, adonde un enjambre de helicópteros, militares y civiles, llevan a los heridos a un ritmo funesto.
Luego, pongo rumbo a Sderot, que es, de todas las ciudades del sur, la más expuesta cada vez que estalla la guerra. Caigo en la cuenta de que siempre la he visto bajo la lluvia de los misiles.
¿Qué aspecto tiene Sderot cuando los niños van a la escuela, cuando tienen la posibilidad de reír y de jugar y no están amontonados como hoy en los sótanos de las viviendas de la avenida Abargel, donde, a pesar del grosor del hormigón, se oye el silbido de los misiles?
¿Cuál es el verdadero rostro de la ciudad cuando, en plena avenida Menahem Begin, hoy vacía, no nos encontramos con los despojos llenos de ampollas, las piernas negruzcas y desnudas, el arma aún junto a él, de un yihadista abatido en las últimas horas del asalto y al que aún no ha habido tiempo de recubrir, como otros, más lejos, con una manta de superviviente o de fallecido?
¿Y quién es Yossi, de 83 años, cuando no pasa la noche en el sótano de su casa escuchando, sobre su cabeza y la de sus nietos, los pasos de los asesinos que los buscaban, que saben que están allí? Los llaman a todos por su nombre. Él les pide a los niños, en silencio, llevándose el dedo a los labios, que no respondan y que no lloren, de ninguna de las maneras. Y dos veces bajan los que van tras ellos para intentar abrir la puerta sin cerrojo contra la que Yossi se apoya con todas sus agostadas fuerzas para que la puerta no se abra y así hacerles creer que está tapiada. ¿Cuál es su verdadera mirada cuando no tiene ese relumbre jovial en los ojos, como de un rayo, que le ha dejado su actitud heroica de padre coraje?
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Sderot, esta mañana, es una ciudad fantasma.
Sus avenidas son Vías Dolorosas y desiertas. Uno se pregunta por quién brilla el sol de este octubre anormalmente intenso.
El jefe de la estación de bomberos de la ciudad ha sido asesinado a quemarropa mientras luchaba contra el incendio de una casa donde quedaban un par de enfermos. Sólo se ha reunido un puñado de gente para sus exequias en la sala de mando de la estación: el alcalde, con aire ausente, con un chaleco antibalas que le queda demasiado grande; francotiradores, que al principio están apostados a la entrada, pero que al final se acercan a presentar sus respetos, por turnos, ante el féretro; sus compañeros bomberos, con los pómulos marcados, los ojos empañados en órbitas demasiado grandes, unidos en un dolor para el que no hay palabras.
Con él, alguien que dice que los judíos no han venido a hacer la guerra, ni para recitar kaddish, que se convierten en gritos de "no pasarán", sino para rezar, estudiar, construir bibliotecas y, quizá, apagar los fuegos que encienden los hombres perversos.
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La atmósfera de ciudad fantasma, esa muerte que señorea por todas partes, la carcasa de la comisaría de Policía que hubo que destruir para sacar de allí a los últimos terroristas y, ante su fachada, destrozada, el extraño espectáculo del periodista de Haaretz, gran estrella del campo de la paz, Gidéon Levy, que mantiene una conversación amigable con un soldado con kipá. Son imágenes que rompen el corazón.
Pero lo más duro queda más al sur, en los kibutz fronterizos con Gaza donde los islamistas de Hamás han perpetrado su masacre.
Cuando entro en Kfar Aza, el Ejército ha terminado de evacuar la mayor parte de los cadáveres.
"Aquí hay laicos y religiosos que, hasta la semana pasada, se peleaban por recibir la exención del servicio militar, pero que se han apresurado a unirse a las filas de sus unidades"
Pero voy con una unidad de la Zaka, una organización que en cierta medida forma parte del Ejército y cuya tarea es encontrar los trozos que faltan de los cadáveres para darles, una vez recompuestos, una sepultura honrosa, judía y humana.
Y, entre ellos, civiles y militares.
Hombres enfurecidos por la dejadez de su Gobierno y otro que, durante el descanso (reunidos todos en un círculo de sillas de plástico en el jardincito de un kibutz saqueado y transformado en cuartel general), explica que nadie puede hacer nada, jamás, para ponerle freno a la locura de la turba.
Aquí hay laicos y religiosos que, hasta la semana pasada, se peleaban por recibir la exención del servicio militar, pero que, en el instante en el que se declaró la guerra, se han apresurado, como todos los reservistas, como todo el mundo, como si fuera aquel tumulto de la Esparta frágil y herida en el pecho, para unirse a las filas de sus unidades.
La verdad es que aquí ya nadie se pregunta lo que piensa o cree cada uno.
Entre todos reina una atmósfera de fraternidad que rompe con la tónica de los últimos meses de guerra civil suspendida.
Sólo cuenta la santa tarea de ir, entre las casas de la zona oeste, lo más cerca posible de la barrera de seguridad donde los asaltantes han abierto la brecha, y así encontrar un trozo de cuerpo ennegrecido, un pie intacto que se ha quedado atrapado en su zapatilla, una muestra de ADN, una mancha de sangre.
Enseguida hay que parar porque se encuentran el cuerpo de un yihadista y temen que lleve una bomba.
Luego, casi de inmediato, se vive un momento de enloquecimiento y órdenes contradictorias, ya que parece que se han infiltrado dos terroristas más, muy cerca, por una nueva brecha, o la misma, pero agrandada. No se sabe.
Vemos un dron en el cielo, como si fuera un pequeño gavilán.
Oímos, mezcladas con su zumbido lejano, una serie de detonaciones sordas y cercanas que parecen avispas.
Aparece entonces una unidad combatiente, con uniforme de asalto, y toma posiciones. Algunos con la rodilla hincada en tierra, otros escalan al tejado, los terceros avanzan, dando saltos hacia delante, hasta la valla de seguridad cortada donde florece un haz de chispas.
Me hacen entrar en una casa, abierta por todas partes, donde no ha quedado alma con vida. Las manos atadas a la espalda. Les han pegado un tiro en la nuca. A algunos los han rematado con arma blanca. Me quedo allí dos horas sin hacer nada más que escuchar el relato de un vecino que ha sobrevivido y que me cuenta cómo fue el ataque. Me acompaña por todas las habitaciones de este escenario de los suplicios.
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El yeso del techo agujereado por las balas perdidas. Las paredes acribilladas. El colchón color crema que una explosión ha levantado del suelo y ha mandado a la otra punta de la estancia. Una bicicleta estática a la que solo le queda el manillar. El dormitorio de los padres, con la cama deshecha, rulos y zapatillas hechas polvo. El dormitorio de los niños, donde se ha quedado abierto un libro para colorear y un gato electrónico que maúlla cada media hora. En la cocina, un cuenco de chocolate sin tocar, una tostadora, jarabe para la tos, un peluche, un cesto de la ropa sucia volcado. Y, al final de un pasillo que acaba en esquina, la cámara acorazada que los asaltantes no pudieron abrir y que volaron con una granada. Ya sólo quedan bloques de hormigón, chatarra ensangrentada y bisagras que giran sobre sí mismas en el vacío.
No me imaginaba que unos objetos inanimados pudieran despertarme tanta emoción.
Tampoco el retrato al carboncillo que hay colgado de la pared. Es un hombre de 60 años que, con su camisa holgada, su chaleco sin mangas, la pipa en la boca y el sombrero ladeado hacia atrás, recuerda a un granjero de Steinbeck, a un pionero israelí de las novelas de A. B. Yehoshuha o de Amos Oz.
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Pero, aparte de lo que es ahora, ¿qué era Kfar Aza? ¿Y qué tiene en común con Saad, Be’eri, Reim, las otras ciudades mártires de esta región de Israel?
Que no son, precisamente, ciudades sin más. Tampoco son municipios al uso. Son kibutz, comunidades rurales características del primer Israel y de lo que aún se conserva de él en estos días.
Son los restos vivos del Israel libertario y tolerante, cuyos habitantes suelen contarse entre los defensores acérrimos de la paz con los palestinos.
Hamás contra los kibutz. Los Einsatzgruppen islamistas contra los fieles de una de las pocas utopías del siglo XX que no ha fracasado. Esta guerra que comienza también va por ahí.
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En los momentos en los que escribo estas líneas, nadie puede predecir cómo será la ofensiva terrestre de las Fuerzas de Defensa de Israel (el Tsahal), si será masiva o dirigida, si se extenderá en el tiempo o será puntual, ni siquiera si acabará por producirse.
Pero, en Jerusalén, he visto a Isaac Herzog, undécimo presidente del Estado, que en principio no ostenta más que un poder simbólico, pero a quien el descrédito de Netanyahu, sumado al aura que desprende el propio Herzog, ha convertido en un personaje central de la escena política nacional.
No me habla de "venganza" ni en un solo momento. Ni en un solo instante mientras charlamos por el jardín de estatuas de la Presidencia, donde nos detenemos, sin habernos puesto de acuerdo, ante el busto esculpido de Shimon Peres. No, ni durante un segundo este antiguo abogado, moldeado a partir de la cultura judía y el humanismo, se aparta del espíritu de mesura y sabiduría del que siempre le he visto hacer gala.
"¿Comprenderá Occidente que es imposible no castigar a los 'degolladores de niños' del festival de música Supernova?"
Pero lo noto inquieto. Casi impaciente. Lleva una barba de tres días y, tras sus finas gafas de hombre estudioso y sabio, atisbo una mirada que no le había visto jamás.
De algo sí que está convencido. La masacre del 7 de octubre es la "peor tragedia de la joven historia de Israel".
Y de algo más. Hamás no es "ni una organización de resistencia, ni un movimiento de liberación nacional, sino un hermano gemelo de Estado Islámico".
Y el mundo occidental, insiste, con un deje de cólera nueva aunque contenida que le impregna la voz, se encuentra ante su "hora de la verdad". ¿Comprenderá Occidente que es imposible no castigar a los "degolladores de niños" del festival de música Supernova? ¿Se asegurará, con Israel, "que quienes dieron la orden de esa infamia, estén en Gaza, en Doha o en Teherán, no puedan volver a tener la posibilidad de reincidir, jamás"? ¿Qué dirá Europa del espectáculo de lo que "nuestro amigo Claude Lanzmann" llamó, en una hermosa película, la fuerza judía recuperada?
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En Tel Aviv he vivido un día de alerta máxima en el que la Cúpula de Hierro ha estado funcionando sin descanso. He estado con el antiguo vice primer ministro Benny Gantz, general de brigada de carrera impecable, legendario paracaidista y célebre responsable, hace 30 años, de la Operación Salomón que repatrió a los judíos de Etiopía. Hoy sigue siendo uno de los líderes de la oposición de Netanyahu.
No está del todo convencido de si entrar en el Gobierno de unidad nacional que este le acaba de ofrecer. Sabe que, si acepta, si dice que sí y le concede a su adversario político el inmenso renombre del que él goza dentro del Ejército de Israel, estará corriendo un riesgo político personal.
Pero ya no se trata de personas, me dice, con la voz ronca que tropieza con la brecha de sus dientes y que por momentos parece recordar a Isaac Rabin.
Y la prueba es que se ha jurado que, si entra a formar parte del Gobierno, se marchará en el minuto exacto en el que ganen la guerra. Pero, antes de eso, toca librarla. Hay que tomar conciencia de que el Estado de los judíos, con todas sus fronteras amenazadas, está al borde del precipicio.
Hay que tener presente que vienen horas oscuras (y hoy es una de ellas) en las que todo Israel amenaza con hundirse bajo la presión de los enemigos de dentro y de fuera, ante el peligro de que las almas flaqueen. Me dice estas palabras mientras se despide de mí y se levanta, cuan alto es.
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Aún me cuenta, antes de irse, como si no dejara de autoconvencerse, una serie de historias tremendas y desgarradoras. Un amigo general, ya jubilado, que coge el coche para ir, revolver en mano, a salvar a su familia asediada en su kibutz. Un oficial que estaba planeando la liberación de otro kibutz y que, cuando se entera de que su propio hijo se cuenta entre las primeras víctimas anunciadas, se toma diez minutos de recogimiento para llorar antes de volver a coger el mando como si nada. Luego los rehenes, siempre los rehenes, ese inmenso dolor en el corazón de los rehenes cuyos nombres aumentan hora tras hora y cuya causa, aquí, es sagrada.
Para el jefe de la oposición, igual que para el presidente del Estado, no hay duda. Los palestinos no son los enemigos de Israel, solo Hamás, Hamás sí que debe ser imperativamente destruido. Y luego, sobre todo, he visto, sobre el terreno, las unidades del Tsahal apostadas en la linde de la Franja de Gaza y quienes, con sus apisonadoras antiminas, sus tanques falsos y verdaderos, su miríada de reservistas, se preparan para pasar a la acción.
El rugido de las tripas de los tanques que se van calentando.
Los helicópteros en el aire, en azul del cielo y de los reyes de Israel, con su amenazante y terrible paciencia.
El rumor indistinto de esa masa de hombres y mujeres jóvenes, venidos de todas las naciones del mundo para, bajo un bosque de banderas que ondean en el viento tibio del final de la tarde que se eterniza, afrontar una de las pruebas de fuego más trágicas de la historia del Estado.
Y luego, al son del tambor de las voces humanas ahogadas por la tierra y la arena que se acaba de apisonar, todas esas preguntas a las que no saben responder, pero que están decididos a afrontar.
¿Conseguirán salvar tanto a su pueblo como a los rehenes?
Si lo logran, ¿serán capaces de mantenerse fieles a la moral judía que, por ejemplo (como he visto), garantiza que los yihadistas capturados reciban el mismo trato que los niños judíos que han sobrevivido de puro milagro en la sala de urgencias de Beerseba?
¿Y qué hay de la famosa pureza de las armas, tan querida por los pioneros de Israel, ese código de la tohar haneshek que dicta que no haya una sola unidad del Tsahal en la que no encontremos, entre hombres de armas, hombres de ley y de principios capaces de poner en duda, incluso de hacer que se suspenda una orden que juzguen que va en contra del derecho internacional o de la ética? ¿De qué valdrán esos imperativos ante un adversario cuyo cinismo no tiene límites, que toma como rehén a su propio pueblo y no duda en usarlo como escudo humano si también lo puede usar como carne de propaganda?
¿Qué hará Egipto, aliado y hermano, según dice, del pueblo palestino? ¿Entreabrirá la frontera a los cientos de miles de gazatíes a los que se les va a pedir abandonar la zona norte para protegerse de las bombas que caerán sobre los depósitos de municiones, los centros de mando y los túneles de Hamás?
Y ellos mismos, esos jóvenes soldados, fervientes y atormentados, ¿volverán vivos de Gaza, que está allí, ante ellos, con una masa oscura que iluminan, de vez en cuando, los impactos y los lanzamientos de obuses?
Aquí hay gente de derechas y de izquierdas. Gente contraria a Netanyahu que lo reconoce, muy a su pesar, como su comandante en jefe. Y otros que sí que lo apoyan. Judíos que llevan las filacterias y otros que no.
Pero no he oído a ninguno que niegue que esta guerra, por desgracia, es justa y que hay que ganarla.