A la doctora Isabel Garabito voy a buscarla hasta el quirófano. La jornada se ha alargado y en su equipo me dicen que ello forma parte de lo normal: que una sabe cuándo empieza, pero no cuándo acaba. Es la primera vez que voy a entrar a una sala de operaciones sin yo ser paciente, así que la curiosidad me lleva en volandas. Me apetece conocer cómo es la tarea de una de nuestras doctoras más eminentes, directora del reputado equipo de Oftalmología del Hospital Ruber Internacional de Madrid. A las 10 de la noche, la encuentro como si fueran las ocho de la mañana, pletórica de energía, vibrando por el trabajo realizado en la que ha sido una larga jornada. En esas circunstancias, las primeras preguntas nos saldrían a todos de inmediato: ¿Qué ha operado en un día repleto de intervenciones? ¿De dónde le viene esa vocación que –confieso– a mí me encoge el estómago con solo ver la representación de un globo ocular?
Y ahí está la clave. “Me enamoré del ojo” –responde sin dudarlo, y no en vano son muchos años de carrera–. Le fascina su plasticidad, trabajar en micras, en iluminar la vida de las personas, aclarar la visión a quien lo externo se le va apareciendo cada vez más borroso.
Reconozco que la respuesta me sorprende, “enamorarse del ojo” –me lo repito para mis adentros para autoconvencerme–. Y me puede la curiosidad, así es que me dejo mecer por la conversación, que a medida que avanza me lleva a identificar con claridad lo que es una gran vocación, lo que es “dejarse ir donde el corazón te lleve”, eso mismo que me gusta repetirles a las #ChicasImparables cuando dudan sobre las carreras que han de elegir. Medicina, y oftalmología para más señas, no era carrera de mujeres que se auparan al top: había pocos ejemplos femeninos en la ciencia que llegaran a dirigir equipos, estudios, e inspiraran con su esfuerzo y trabajo a las nuevas generaciones. A las jóvenes, las líderes del futuro, se dirige la doctora para que nunca abandonen el trabajo, para que se formen con ambición e inviertan en desarrollar su vocación.
Cuando, acabada la charla, la doctora me muestra la figura de un ojo, lo toma sobre una mano y lo gira para mostrármelo en 360 grados, ya no veo un nervio óptico, ni músculos, ni retina… Veo, fascinada, el pequeño órgano que es y las infinitas posibilidades de sensaciones que nos brinda. Nada como escuchar a los sabios.