Esta semana se ha celebrado el tercer plenario del vigésimo Comité Central del Partido Comunista de China (PCch). Estos eventos tienen gran relevancia porque definen las líneas maestras de la estrategia del Estado-Partido en el medio-largo plazo. Por añadidura, se ha producido en un contexto caracterizado por el mediocre comportamiento de la economía china que, aunque muchos analistas lo omiten o no le dan importancia, lleva desacelerándose y cada vez con mayor intensidad desde 2014. Los años de la brutal expansión del coloso asiático con tasas de incremento del PIB de dos dígitos han quedado atrás y volver a ellas es una utopía.
El paulatino debilitamiento de la economía china no obedece a causas coyunturales, sino estructurales. Desde el acceso de Xi Jinping al poder no sólo no se ha avanzado en las reformas promercado impulsadas por Deng Xiaoping en 1978, sino que se ha puesto en marcha una dinámica contraria. Esto es, un creciente control de la actividad económica por el partido sin precedentes desde la era maoísta. El tercer plenario del PCch ha ratificado su decisión de avanzar en esa dirección. La idea de una China “capitalista”, proclama muy habitual en la opinión occidental, ha sido y es una falacia.
A día de hoy, el 95% de las 100 empresas privadas más grandes del país está en manos de miembros del PCch. El capital es un bien político distribuido por los bancos del Estado a las compañías dominadas de manera directa e indirecta por aquel para seguir a sus objetivos. La protección de la propiedad privada es inexistente en ausencia de imperio de la ley y de un sistema judicial independiente. Los mercados están sometidos a un sinfín de regulaciones que impiden el proceso de destrucción creativa y asignar los recursos de modo eficiente. La inversión extranjera se ha contraído de manera constante a lo largo de la última década ante la incertidumbre e inseguridad causada por la politización de la economía. Los ejemplos podrían multiplicarse.
El modelo de desarrollo chino y sus espectaculares resultados fueron la consecuencia de la introducción de modestos mecanismos de mercado y de la apertura al exterior de un país absolutamente cerrado desde la instauración del comunismo en 1949. El boom se fundamentó en un proceso de acumulación de factores de producción (capital y trabajo) y en las exportaciones basadas en bajísimos costes. Sin embargo, una dinámica de esa naturaleza, llega un momento en que comienza a tener rendimientos decrecientes.
La idea de una China “capitalista”, proclama muy habitual en la opinión occidental, ha sido y es una falacia
Cuando eso sucede, el riesgo de caer en la denominada “trampa de la media renta” es muy alto si no se producen reformas destinadas a fomentar la innovación y la productividad. No basta con tener brillantes científicos ni con invertir grandes cantidades de dinero en la investigación de nuevas tecnologías o tener gigantes empresariales. La URSS lo hizo, pero sus efectos no se extendieron al conjunto de la economía porque el sistema lo hacía imposible. Esto está ocurriendo ahora en China y, en consecuencia, su potencial de crecimiento y su transición hacia un país de renta alta se ha convertido en una misión cuasi imposible. Aunque esto resulte paradójico o sorprendente para quienes daban por inevitable la conversión del antiguo Celeste Imperio en líder económico global, la realidad es la opuesta. Sus problemas son crecientes.
El tercer plenario ha decidido no hacer frente a esa situación porque eso choca con los cuatro principios cardinales para la modernización enunciados por Deng hace casi medio siglo: mantener el camino hacia el socialismo, la dictadura del proletariado, el liderazgo del Partido Comunista y la interpretación del marxismo-leninismo realizada por Mao. En coherencia con esos mandamientos, China ha llegado a una situación en la cual el salto hacia adelante que necesita para convertirse en una economía desarrollada es incompatible con la continuidad de un régimen totalitario. Esto, por añadidura, tenderá a erosionar el pacto tácito en virtud del cual la población acepta la hegemonía del PCch a cambio de un constante aumento de su nivel de vida. Ello conducirá a agudizar la represión interna.
Desde el dólar global hasta las materias primas globales y los mercados globales para sus productos, el régimen ha vivido y prosperado en un orden mundial creado por los EEUU. Deng Xiaoping aconsejó a sus colegas que fuesen discretos y esperasen el momento oportuno para desafiar a América. En lugar de hacer eso, Xi Jinping ha sobreestimado su fuerza y subestimado la de su principal rival. Esto es producto de dos fatales errores: primero, el deseo de vengarse de los demonios occidentales y la creencia, como buenos marxistas, en el derrumbamiento del capitalismo a causa de sus contradicciones internas.
Sin duda, Occidente y América no están en su mejor momento, pero China está en uno aún peor y, con una diferencia sustancial, su enorme brecha de PIB per cápita respecto a sus rivales cuyo estrechamiento requiere aumentos de productividad imposibles en su sistema. A ello se une la brutal contracción demográfica china, que va a generar una enorme presión sobre sus finanzas públicas y sobre su capacidad de crecer.