El Imperio romano disponía de un gran arma para poder expandirse con rapidez y moverse de un lugar a otro: las carreteras. Con casi cien mil kilómetros de red viaria, la Urbs podía continuar con la romanización y conectar los diferentes lugares que formaban parte de su imperio.
Gracias a las calzadas se allanaba el camino para las legiones, además de que facilitaba el propio desarrollo de sus respectivas colonias y, sobre todo, favorecía el comercio y la economía. En el caso de Hispania, el mapa de carreteras llegó a estar muy ramificado, alcanzando un total de 300 vías en la Península Ibérica entre calzadas primarias y secundarias.
Entre todas ellas hay que hablar de la principal, que fue la Vía Augusta, que a lo largo de unos 1.500 kilómetros era la calzada más larga del Imperio romano en Hispania, facilitando la conexión de Cádiz con los Pirineos, donde conectaba con la Vía Domitia, la cual llevaba a la ciudad de Roma.
La construcción de la Vía Augusta no se produjo hasta que se alcanzó una total pacificación del territorio, tras una ocupación de la Península que comenzó a finales del siglo III a.C. A medida que se fue avanzando, se fueron habilitando distintas vías, como la que se encargaba de unir la Galia y Tarraco, utilizada por Julio César para realizar sus diferentes incursiones. Sin embargo, hubo que esperar hasta el año 19 a.C. para que la conquista peninsular fuese completa y que Iberia pasase a ser Hispania.
Fue en ese momento cuando se planteó la construcción de una carretera de largo recorrido, que se inició 11 años más tarde por decisión de Augusto. Al igual que sucedió con la primera calzada romana, llamada Vía Apia, esta nueva carretera debía ser capaz de conectar Roma con el valle del Guadalquivir y todo el Levante de Hispania.
Así se decidió crear un corredor mediterráneo, ya que tras dar inicio en los Pirineos orientales por el Coll de Panissars, la Vía Augusta pasaba por la Península, a través de una vía griega muy antigua, para luego unir distintos núcleos urbanos, que se vieron muy beneficiados a nivel de desarrollo. Este fue el caso de los antiguos asentamientos de Girona, Mataró, Barcelona, Badalona, Tortosa, Tarraco, Sagunto y Valencia, para seguir por Cástulo y seguidamente avanzar siguiendo el río Guadalquivir, hasta Montoro, Córdoba, Écija, Carmona, Sevilla, Osuna y Asta Regia, para terminar en Cádiz.
Cuando las vías romanas llegaban a las distintas ciudades que se encontraban a su paso, servían como elemento ordenador de la estructura de las urbes, ya que su orientación coincidía con la prolongación de la calle principal que dividía la ciudad de norte a sur, o que hacía lo propio de este a oeste.
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Un aspecto a tener en cuenta respecto a las carreteras romanas era que, aunque Hispania disponía de importantes ciudades portuarias, como Tarragona, Cartagena o Cádiz, estas no tenían ríos con suficiente caudal como para favorecer un comercio fluvial, y esto fue lo que hizo que precisamente se apostase en mayor medida por una extensa ramificación terrestre.
La Vía Augusta recibió también otras denominaciones como Vía Hercúlea o Camino de Aníbal y a lo largo de la geografía peninsular se encuentran diversos identificadores que señalizan su itinerario, como el arco de Bará, en Tarragona, o el arco romano de Cabanes, en Castellón. La autovía A-7 y otras carreteras nacionales siguen en algunos tramos de su mismo recorrido.
La gran importancia de las redes romanas
La red de carreteras romana fue clave para que Hispania pudiese suministrar a Roma aceite, vino y trigo, elementos clave dentro de la conocida como tríada mediterránea, pero también cerámica, lana o conservas y metales que por aquel entonces eran escasos en Italia, como el cobre, el hierro o el oro. Los metales para acuñar monedas hicieron que naciesen otras redes de comunicación como la Vía de la Plata, que conectaba Sevilla con Astorga, y esta última, a través de la Vía del Norte, hacía lo propio con Tarragona, en la Vía Augusta. Desde este lugar, el género se transportaba hasta la Galia y finalmente llegaba a Roma.
La construcción de las calzadas romanas tuvo una gran importancia, pero no solo en lo relativo con el comercio y el transporte de materias primas, sino que fue clave para el propio desarrollo de Hispania, puesto que, junto a las carreteras, también fueron construidas fuentes, cloacas, acueductos y sistemas de drenaje de ciénagas y de irrigación de campos, unas obras que permitieron mejorar sustancialmente la calidad de vida de los ciudadanos.
Además, estas obras, financiadas con las arcas públicas, ayudaron a reflejar el modo de vida y esplendor de los romanos, contando así con una finalidad propagandística que hace que no resulte extraño que las vías romanas tuviesen elementos conmemorativos y llamativos.
Trazados rectos
Para que resultase más sencillo informar en las rutas de la distancia, en la gran mayoría de los casos las vías romanas estaban señalizadas mediante miliarios, unos hitos que se colocaban cada mil pasos (1.481 metros, aproximadamente) y que mostraban el número que les separaba de otro emplazamiento. Estos podían tener distintos tamaños, aunque lo más frecuente era que fuesen de 2 metros de altura y 60 cm de diámetro, con una forma cilíndrica, aunque en otras ocasiones se presentaban de manera diferente.
Otra particularidad es que los romanos siempre trataban de marcar un trazado que fuera lo más recto posible, de manera que la vía fuese capaz de acabar con cualquier limitación a la hora de realizar transportes excepcionales, muy importantes estratégicamente para el Imperio romano. De esta forma, la Vía Augusta contaba con un diseño con una calzada muy recta que aprovechaba la plataforma costera, facilitando así las comunicaciones.