Aquella explanada estaba desierta. A 7 kilómetros de la localidad de Tivissa y situada sobre una terraza natural en la ribera norte del Ebro, solo las ruinas de un castillo del siglo XIII levantado por la ciudad de Barcelona rompían la monotonía del lugar hasta que aparecieron las primeras monedas íberas, romanas y griegas acompañadas de algunos pendientes y anillos de plata. Entre 1912 y 1927, un tesoro formado por once vasos y dos collares de plata, un brazalete en forma de serpiente y cuatro páteras de plata dorada brillaron desde el olvido de los tiempos con la intensidad suficiente para hechizar a los arqueólogos.
Fue entonces cuando apareció el oppidum íbero de Castellet de Banyoles, aunque sus habitantes, los ilercavones, se referían a la ciudad como Kum, nombre grabado en su ceca sobre un dracma griego originario de la polis focense de Emporiae (Ampurias). Estudiada desde la década de 1990 por la Universidad de Barcelona, ocupa un terreno de 4,5 hectáreas y fue una de las poblaciones íberas más extensas del valle inferior del Ebro.
Dominaba el paso del caudaloso río y las rutas comerciales que comunicaban el interior con los productos griegos, romanos y púnicos llegados desde el Mediterráneo. "Por todo ello, se puede afirmar que en este tramo del Ebro no existe otro lugar con unas condiciones más adecuadas para la fundación de un gran oppidum", explican Rafael Jornet Niella y David Montanero Vico, arqueólogos de la Universidad de Barcelona, en un artículo sobre el yacimiento publicado en el volumen Un viaje entre el Oriente y el Occidente Mediterráneo, editado por el Instituto de Arqueología de Mérida.
Rodeada por una muralla y protegida al oeste por barrancos, dos pesadas torres pentagonales flanquearon su entrada principal, atentas ante cualquier ejército enemigo que, bajo el zumbido de los proyectiles, debía atravesar un estrecho camino de apenas 8 metros de ancho y 120 metros de lago.
Influencia oriental
Aunque algunas piezas del tesoro, que se cree que formaron parte de algún ritual religioso, se remontan hasta el siglo IV a.C., no se han encontrado evidencias que fechen su fundación antes del siglo III a.C. En aquel momento los tambores de guerra tronaron en todo el Mediterráneo occidental y Castellet de Banyoles se ubicaba justo en el ojo del huracán de la segunda guerra púnica (entre los años 218 y 201 a.C.).
Aníbal Barca, el temido general cartaginés, realizó una gran campaña diplomática para ganar el apoyo de los pueblos nativos en su guerra contra la Urbs. La élite guerrera de la ciudad respondió a la llamada y se puso del lado de Cartago, facilitando el paso por sus tierras y posiblemente enviando guerreros. La colaboración entre ambos fue bastante estrecha y puede que ingenieros púnicos mejorasen las defensas de la ciudad. Sus dos torres, pensadas para resistir la presión de los arietes, son de tipo oriental.
Sus hogares se distribuyeron de manera jerarquica y se organizaron en barrios según su posición social, regidos cada uno según sus propias redes clientelares. Esta peculiar forma de organizarse vendría dada desde el momento de su fundación y "se produciría a causa de la perduración de las estructuras jerárquicas y de los roles sociales preexistentes en los lugares de origen de donde procedían los habitantes del Castellet de Banyoles", apuntan los arqueólogos.
Entre el laberinto de calles y callejuelas de la ciudad, en uno de sus barrios humildes, se sitúa un enigmático edificio de 140 metros cuadrados que destaca sobre el resto. Construido con detalle, su sala principal servía como lugar de reunión y quedaba oculta de miradas indiscretas desde la calle a través de un corredor en forma de 'L'. Identificado como un santuario, pudo estar dedicado a dioses nativos asociados con las deidades cartaginesas de Baal o Astarté.
Una de las páteras votivas del tesoro representa la cabeza de un lobo, un animal asociado con lo oculto y lo secreto, por lo que se cree que el edificio pudo ser una estancia reservada a cultos mistéricos. De cualquier forma, apenas un par de generaciones después de asentarse allí sus plegarias fueron ignoradas y su aliada, Cartago, fue obligada a firmar una humillante paz.
La rebelión íbera
A finales del siglo II a.C. el mundo íbero estaba en crisis. Salpicados por la guerra, varios oppida fueron pasto de las llamas. Muchos de sus guerreros habían cruzado las puertas del otro mundo y la carga fiscal impuesta por las águilas de Roma a condición de respetar su vida eran cada vez más insoportables.
En el año 200 a.C., aplastada la rebelión del caudillo ilergete Indíbil, vecino de los ilercavones, el procónsul Lucio Cornelio Léntulo envió a Roma 43.000 libras de plata y 2.450 de oro, pero la sublevación indígena se extendió. Castellet de Banyoles decidió resistir. En respuesta, las legiones marcharon contra la ciudad. A menos de 300 metros se encuentra un campamento de 9 hectáreas que tenía capacidad para 3.000 soldados.
"La única referencia de las fuentes escritas a fuerzas de este tamaño a inicios del siglo II a.C. en la zona del Ebro son las siete cohortes comandadas por [Marcio Porcio] Catón", explica Jaume Noguera Guillén, investigador del Instituto Catalán de Estudios Clásicos, en su artículo Los inicios de la conquista romana de Iberia: los campamentos de campaña del curso inferior del río Ebro.
Aquel hábil militar y político romano que iniciaba sus discursos clamando por la destrucción de Cartago fue enviado como procónsul a Hispania para aplastar la rebelión y lo hizo de manera implacable. Uno de sus lemas, "la guerra se alimenta a sí misma", explicaría la gran cantidad de cerámica íbera encontrada en el campamento, fruto del saqueo y las requisas.
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Aunque las pistas apuntan a Catón el Viejo, aún no se ha podido datar con exactitud la gruesa capa de cenizas que cubre las ruinas del yacimiento. De una forma u otra las pesadas botas de los legionarios se desperdigaron por la ciudad en busca de botín, espoleados por la victoria y la codicia. En el caos del saqueo, el tesoro de Tivissa se perdió en la historia, hasta que, salvado por la fortuna, fue encontrado más de 2.000 años después desvelando las ruinas de la ciudad a la que los íberos llamaban Kum.