La mañana del 12 de marzo de 1870 amaneció despejada. Vestidos con levita negra, los duelistas se observaron con el fuego del odio en su mirada, aunque quizá nunca pensaron acabar de aquella manera. El intrigante Antonio de Orleans y Borbón-Dos Sicilias, duque de Montpensier e infante de España, estaba casado con Luisa Fernanda de Borbón, hermana de la entonces destronada Isabel II, expulsada en la Revolución Gloriosa de 1868. Cuando era niño, el Imperio británico había frustrado el intento de su padre, Luis Felipe I, rey de Francia, de casarlo con la primogénita del felón Fernando VII. Siempre quiso reinar en España.
Con el trono vacante y en un ambiente caótico de liberales, guerras carlistas, republicanos e intrigas palaciegas, Enrique de Borbón, nieto de Carlos IV y enemigo acérrimo de Antonio, añadió leña al fuego. En una nota publicada por la prensa despreció al duque de Montpensier por su "truhanería política", habló de la "conducta infame" de los ancestros De Orleans y, después de referirse a él como "hinchado pastelero francés", culminó su artículo acusándole de conspirador. En aquella época, en el honor no existían manchas pequeñas y debían lavarse, aunque para ello tuvieran que batirse.
El primer disparo del duque resonó seco en el claro y zumbó cerca de Enrique. Según las normas del momento, los caballeros ya podían darse por satisfechos. Más que la muerte del contrario, el honor se consideraba a salvo al primer intercambio. Su rivalidad iba más allá de una injuria cualquiera y algunos la remontan incluso a su infancia. Por ello fijaron que el asunto debía continuar hasta que alguno resultase herido, algo corriente cuando se usaban espadas, pero absolutamente temerario al tratarse de pistolas, arma empleada en los asuntos graves. Este duelo que conmocionó a la sociedad española tenía poco de habitual.
La muerte de un infante
"Aquel lance era inevitable y el honor antes que todo", declaró Luisa Fernanda de Borbón, esposa del duque de Montpensier después del lúgubre resultado. A una distancia de diez metros, considerada excesivamente corta, Enrique también falló su disparo. Los padrinos, cada vez más nerviosos, mencionaron la posibilidad de dejarlo estar, pero no ocurrió. La tercera detonación del duque cambiaría su vida para siempre. La bala rasgó el aire y en menos de un parpadeo atravesó la cabeza de su rival.
Antonio dejó caer sus gafas, "el caballero vencedor se llevó las manos a la cabeza en ademán de desesperación, y al aire salieron de su boca palabras doloridas que oyó tan solo el secretario. O se lamentaba cristianamente de haber matado al primer hermano de su esposa, o lloraba viendo desvanecida en humo su ilusión mayestática". Así relató el combate Benito Pérez Galdós en España trágica, parte de sus famosos Episodios nacionales.
"Esta visto entre estas gentes que se llaman príncipes que no hay lazo alguno de fraternidad; se tratan uno a otro como feroces enemigos (...). Ahora bien, ¿la ley castigará a Montpensier o este crimen servirá para aumentar el prestigio de ese francés que, contra la opinión de todo el pueblo, pretende ser nuestro rey?", se preguntaba el diario La Discusión al día siguiente.
Consejo de guerra
El asunto había seguido los cauces de la honra, pero aún así atentaba contra el quinto mandamiento. Además de la previsible condena divina, la justicia perseguía igualmente esta clase de sucesos, especialmente si el muerto era una persona importante. Cierto es que Enrique era masón y había conspirado contra Isabel II junto a los liberales, pero no dejaba de ser parte de la familia real. El juzgado de Getafe tomó cartas en el asunto y, debido a la vinculación de los implicados con el Ejército, se celebró un consejo de guerra. La pena que se le impuso en abril del mismo año fue el destierro de Madrid durante un mes y el pago de una indemnización de 30.000 pesetas.
"El revuelo causado por el duelo de Carabanchel se tradujo en un encontrado debate en torno a los desafíos. Sin embargo, la polémica no afectó al fuerte arraigo social de los duelos, que siguieron celebrándose durante décadas", explica Elia Blanco Rodríguez, historiadora de la Universidad de País Vasco en su artículo Rojo de vergüenza y condenado por cobarde: masculinidad, honor y duelos en la España decimonónica.
Más que la indemnización y el destierro, todos los investigadores en coinciden que la mayor pena por el asunto fue perder la corona española. Nadie, tanto dentro como fuera del país, podía ver con buenos a un rey que había matado a miembros de su propia familia. En noviembre de 1870 el Congreso se pronunció. Con 191 votos eligieron como monarca al italiano Amadeo de Saboya frente a los escasos 27 que consiguió Antonio de Orleans.
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El duque, conocedor de que la política española era una caja de grillos, no cejó en su empeño de vincularse al trono como fuera. Se negó a jurar fidelidad al nuevo y extranjero monarca y fue expulsado del ejército. Hay quien le señaló como instigador de la muerte del general Juan Prim, principal apoyo de Amadeo, en un atentado ocurrido un mes después.
Obstinado con su objetivo, logró que su hija María de las Mercedes se casase con Alfonso XII en 1878. Antonio de Orleans había logrado, al menos, convertirse en suegro del rey, pero el destino o la suerte no le perdonó el crimen de Carabanchel. El 26 de julio del mismo año, una enfermedad repentina se la llevó al otro mundo. El Palacio Real se vistió de luto y para devastación de su padre, que perdía una hija y el sueño de ser abuelo de soberanos.