La implacable solución de Carlos III para frenar los escándalos de su hermano con las mujeres
El historiador José Luis Gómez Urdáñez desvela en un nuevo ensayo el lado más oscuro del absolutismo ilustrado de la España del siglo XVIII.
1 marzo, 2024 09:22Carlos III fue el rey de las reformas: las disposiciones de carácter social, la legalización de todas las profesiones, la creación de la policía para mejorar la seguridad en las ciudades, la pragmática a favor de los gitanos en 1783... El "mejor alcalde de Madrid" fue elevado a la gloria por sus súbditos como un gobernante bueno, apacible, discreto, prudente, austero y avispado, y también en extremo religioso. "Era muy devoto y decidido a morir antes que macular su alma con el menor pecado mortal", dijo el libertino Giacomo Casanova. Sus biógrafos lo retrataron no solo como un monarca ilustrado, sino también progresista.
Pero en toda monarquía —absoluta— la paternidad era un objetivo prioritario e ineludible del soberano. A Carlos III no le templó el pulso a la hora de poner orden y reafirmar su autoridad en la cuestión sucesoria. En el verano de 1759, una de sus primeras decisiones tras ascender al trono fue la de incapacitar para heredar el reino a su hijo primogénito, Felipe Antonio Pascual de Borbón y Sajonia, por ser un "imbécil incurable". En 1776 hubo de abordar otra cuestión espinosa: la vida de escándalos permanentes de su hermano, el infante Luis de Borbón, que se regocijaba "desfrutando mozas mientras el rey cazaba pajaritos", en palabras del conde de Aranda, uno de los principales colaboradores del monarca.
Pese a la devoción de su madre, el sexto hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio fue destinado a la Iglesia. Antes de cumplir diez años recibió el capelo cardenalicio del papa, pero renunció a él en su madurez, en 1754, y se retiró a la Granja de San Ildefonso tras la llegada de Fernando VI al trono. Allí entabló amistad con otros libertinos como Nicolás Fernández de Moratín o el pintor de cámara Luis Paret, que sería desterrado sin contemplaciones por Carlos III acusado de procurar mujeres jóvenes a don Luis, que seguiría con sus líos de faldas cuando se trasladó al Palacio Real de Madrid formando parte de la Corte de su hermano.
"El infante daba rienda suelta a sus instintos en cualquier sitio; incluso se llegó a decir que mantenía en palacio a tres coimas y hasta que había contraído la sífilis", explica José Luis Gómez Urdáñez, catedrático emérito de la Universidad de La Rioja, en su nueva obra, Víctimas del absolutismo (Punto de Vista). Pese a las piruetas de los ministros para ocultar los chascarrillos y los pasquines que circulaban por toda Europa, Carlos III se mostró incapaz de decirle al también conde de Chinchón, lamentaba Aranda, "cuatro palabritas de prevención, de consejo, de mandato, como hermano, amigo o patrón, en tantas horas de andar cazando juntos, ambos hermanos, sobre cuatro ruedas, tirados por doce largas orejas y conducidos por dos borrachos".
La cúpula cortesana impulsó en 1776, annus horribilis del reinado de Carlos III, una posible solución: que don Luis abrazase el estado del matrimonio. Pero esto podía generar un problema extra: el heredero, el futuro Carlos IV, había nacido en Nápoles y las leyes españolas podían ser un obstáculo para su ascenso al trono, a lo que entonces se sumaban unos futuros hijos del infante que reclamasen sus derechos. No obstante, pesó más la necesidad de controlar los desenfrenos del infante buscándole una esposa con la que desfogarse en el lecho.
Luces... y crueldad
La elegida fue una mujer de la baja nobleza aragonesa, la infanzona Teresa Vallabriga, de 17 años. El rey además publicó antes de la boda una ley de matrimonios desiguales por la que los hijos de esa unión no podrían llevar el apellido Borbón, ni residir en la corte, ni esgrimir derecho alguno de pertenencia a la familia real. "La solución se llevó a extremos de una dureza inusitada", afirma Gómez Urdáñez, gran experto en el periodo: don Luis no volvió a la Corte ni nunca más vio a su hermano. Incluso se evitó informar en París de los tres hijos que engendró el matrimonio.
"Carlos III se mostró inflexible con el Pequeño, el hombre sensible y pusilánime, buen músico y mecenas de artistas (Boccherini, Goya), que había vivido siempre en el seno de la familia real, protegido por su madre y tolerado en sus vicios por su estatus hasta que, en el desamparo del destierro, se hizo evidente su debilidad: en Arenas [de San Pedro, Ávila] se quejaba de que le dominaba hasta el mayordomo y de que tenía tan poca autoridad que los lugareños tiraban piedras a su casa", resume el historiador.
El infante tendría presente al rey hasta su último suspiro, como evidencia la misiva que escribió en el lecho de muerte en agosto de 1785: "Hermano de mi alma, me acaban de sacramentar, te pido por el lance en que estoy que cuides de mi mujer y de mis hijos y de mis pobres criados y adiós". Su cadáver sería trasladado desde la parroquia del pueblo al panteón de infantes de El Escorial en 1800.
Esta es una de las víctimas del despotismo ilustrado, del absolutismo, que vertebran el ensayo de Gómez Urdáñez, una novedosa aproximación al lado oscuro del siglo XVIII, que más que el de la revolución, emerge en estas páginas como "el siglo de la autoridad". El historiador indaga en la refinada política represiva de los ilustrados españoles, dirigida en último término a garantizar sus privilegios. Si bien es conocido el proyecto para exterminar a los gitanos del marqués de la Ensenada, se revisan también las biografías de los condes de Aranda y de Campomanes, que reclamaron la pena de muerte para aquellos que perdieron La Habana en 1762 o un inocente empresario de ópera respectivamente.
Y muchos otros casos, colectivos o individuales, como el de Pablo de Olavide, encerrado en las cárceles secretas de la Inquisición, que articulan una galería de personajes que muestra una historia mucho más cruda del Siglo de las Luces.