Así fue el fallido "exterminio" de los gitanos por el que Iglesias pide perdón tres siglos después
Más de 9.000 gitanos fueron deportados y encarcelados durante la gran redada de 1749, un plan destinado a su "extinción" cuyo principal artífice fue el marqués de la Ensenada.
1 agosto, 2020 02:29Noticias relacionadas
El ilustrado marqués de la Ensenada, de nombre Zenón de Somodevilla y Bengoechea (1702-181), fue mucho más que un ministro, siendo apodado el "secretario de todo". Servidor de tres reyes distintos —Felipe V, Fernando VI y Carlos III—, se reveló en un político destacado de la corte, impulsando el desarrollo del Estado español en el siglo XVIII. Logró incrementar las arcas de Hacienda y su acción de gobierno más destacada consistió en la reconstrucción de la Marina, pero en su dilatado currículo también asoman sombras, especialmente una: el fallido plan de "extinción" de los gitanos.
La artimaña, conocida como la gran redada, se registró en el verano de 1749, cuando unos 9.000 hombres, mujeres y niños de etnia gitana fueron sacados de sus hogares, detenidos y separados por sexos. Se les condujo a los lugares de reclusión provistos para emprender un "exterminio" biológico e "impedir la generación", es decir, aislarlos para que no se reprodujesen. El proyecto, un olvidado y desagradable episodio de la historia de España que ha recordado esta semana el vicepresidente Pablo Iglesias con una petición de perdón al pueblo, fracasó finalmente, siendo liberados la mayoría de reclusos en los meses y años posteriores.
La política antigitana peninsular se remontaba varios siglos. Los primeros en legislar en su contra fueron los Reyes Católicos, que en un pragmática fechada en 1499 ordenaban cortarles las orejas y desterrar a aquellos que no tuviesen oficio ni señor. No fueron expulsados como judíos (1492) y moriscos (1602), pero los gitanos tuvieron que hacer frente a una catarata de leyes y providencias que ponían cerco a sus movimientos y asentamientos. En 1721, ya durante el reinado de Felipe V, se creó la Junta de Gitanos con el objetivo de hallar una solución a este dilatado "problema".
El historiador Manuel Martínez Martínez, autor del libro Los gitanos y las gitanas de España a mediados del siglo XVIII: El fracaso de un proyecto de exterminio, explica que este organismo, al constatar que no había sido posible erradicar las costumbres gitanas, concluyó que la mejor solución era expulsarlos. "Para ello se debía conseguir una prisión general; sin embargo, la inmunidad eclesiástica a la que solían acogerse los gitanos suponía el mayor inconveniente para lograr dicho propósito", explica.
El tema pasó a un segundo plano hasta la aparición del marqués de la Ensenada, ministro desde 1743. En un texto legal firmado de su mano en 1745 y que sería enmendado al año siguiente por la falta de apoyos, el político conservador ya demostraba ser implacable: la pena de muerte, reservada hasta entonces a los gitanos "acuadrillados" sorprendidos con armas de fuego, se amplió a los "encontrados con armas o sin ellas fuera de los términos de su vecindario". "Sea lícito hacer sobre
ellos armas y quitarlos la vida", indicaba dicha Real Cédula.
El proyecto genocida
Cuando Fernando VI fue proclamado rey en 1746, el proyecto genocida ensenadista terminó de moldearse, como bien precisó en un texto remitido directamente al soberano: "Luego que se concluya la reducción de la caballería, se dispondrá la extinción de los gitanos. Para ello es menester saber los pueblos en que están y en qué número. La prisión ha de ser en un mismo día y a una misma hora. Antes se han de reconocer los puntos de retirada para apostarse en ellos tropa. Los oficiales que manden las partidas han de ser escogidos por la confianza y el secreto, en el cual consiste el logro y el que los gitanos no se venguen de los pobres paisanos".
José Luis Gómez Urdáñez, biógrafo de Fernando VI y del propio marqués de la Ensenada —ambas obras editadas por Punto de Vista—, desvela que el ministro fue despejando el camino sin prisa hacia una "solución final" para "tan malvada raza". Se reunió con los capitanes generales y los intendentes de los arsenales que deberían actuar como prisiones, reclamó un informe al embajador en Lisboa sobre cómo había sido la expulsión de los gitanos del país vecino, recabó información sobre la situación y rentas de las casas de misericordia y hospicios y sometió el caso a consulta del Consejo de Castilla.
El momento clave se registró en abril de 1748, cuando Ensenada, a través del cardenal Valenti, nuncio en Madrid antes de ser secretario de Estado en el Vaticano, logró obtener del papa Benedicto XIV la exclusión de los gitanos del asilo eclesiástico, salvando al fin el principal obstáculo y válvula de escape de los perseguidso. Con la ayuda del gobernador del Consejo y obispo de Oviedo, Gaspar Vázquez Tablada, el ministro, gran exponente del despotismo ilustrado, logró con "suma facilidad" la conformidad del rey al exterminio.
Un plan fallido
La gran redada se gestó durante los meses de junio y julio de 1749 con gran sigilo desde la Secretaría de Guerra y las capitanías Generales. A las doce de la noche del 30 de este último mes, comenzó la operación, saldada con la deportación y presidio de unos 9.000 gitanos, una cifra que asciende hasta 12.000 si se suman aquellos que ya estaban entre rejas, según Gómez Urdáñez. Una de las disposiciones más terribles era que los niños mayores de siete años debían ser apartados de su madres para ser enviados a los arsenales con el resto de hombres.
Sorprendentemente y como indica Martínez Martínez, "en casi su totalidad, los gitanos y gitanas no hicieron resistencia alguna. Solo cuando se procedió a separar a los miembros de las familias; los gritos, los llantos y los forcejeos fueron inevitables. De la actitud no violenta de los capturados da idea el hecho de que en muchos lugares, aquellos que habían logrado huir fueron presentándose días después. Igualmente, en muchos otras poblaciones donde no llegó la orden, la comunidad gitana, aunque sabedora de la redada, permaneció en espera de acontecimientos por creer que la medida sólo afectaba a los contraventores de las pragmáticas".
Tal cantidad de proscritos generó numerosos problemas logísticos: el hacinamiento y la falta de víveres en los arsenales desembocaron en escándalos y motines. Ensenada, ya en septiembre, reconocía que "falta lo principal, que es darles destino": quería enviarlos a América pero Felipe II ya lo había prohibido dos siglos antes. Por si esto no fuese suficiente, su principal aliado, Vázquez Tablada, fue apartado del Consejo de Castilla. El monarca se mostró entonces molesto por lo desproporcionado de la medida y se decidió por una instrucción fechada el 28 de octubre la liberación de todos los gitanos que acreditaran su buena forma de vida.
"La crueldad del ministro —concluye Gómez Urdáñez— incrementó la cohesión y la entereza del pueblo gitano ante la extrema represión y provocó las primeras manifestaciones de conciencia de muchos payos. La resistencia de los gitanos presos, su firme negativa a trabajar en los arsenales, sus fugas, pero sobre todo las protestas violentas provocadas por las gitanas presas forzaron incluso el indulto regio de 1763 —algo poco frecuente en el Antiguo Régimen—: todo ello provocó el cambio de actitud de los ministros de la monarquía, enzarzados desde entonces en veinte años de debates". Ensenada, no obstante, no caería hasta hasta 1754, cuando el asunto gitano ya era de menor importancia en las obsesiones de la corte.