Napoleón Bonaparte exhaló sus últimos tres suspiros, entre largos intervalos, a las 17:49 horas del sábado 5 de mayo de 1821, justo antes de que se disparase en la isla de Santa Elena, donde llevaba encerrado más de cinco años y medio, la salva que anunciaba la caída del sol. Se extinguía así lo que Chateaubriand denominó "el más poderoso soplo de vida que animase nunca el barro humano".
Al día siguiente, siete médicos ingleses le practicaron la autopsia al antiguo emperador francés, depositando su cadáver sobre unos tablones encima de unos caballetes. Según el informe oficial, "la superficie interna del estómago, casi al completo, era una masa de afección cancerígena o escirrosa, previa al cáncer, especialmente notable en torno al píloro. La única porción aparentemente sana era la extremidad cardiaca, en una reducida zona cercana al final del esófago; el estómago aparecía casi por completo cubierto por un extenso fluido similar a los posos de café".
Desde finales de octubre de 1816, más de cuatro años y medio antes de su muerte, Napoleón empezó a experimentar signos preocupantes de enfermedad. Convertido casi en un ermitaño e inmerso en la reconstrucción de las sesenta batallas en las que había participado, apenas comía fruta y verduras y se negaba a tomar la medicación prescrita. El cáncer de estómago que acabó finalmente con el corso fue la culminación de un túmulo de tormentos: dolor de muelas —la única operación médica a la que se sometió en su vida fue para extraerle un diente—, jaquecas, fiebres intensas, hinchazón en las mejillas, sequedad de la piel, ansiedad, dolor en un costado, "sudor abundante", náuseas...
La autora Betsy Balcombe, amiga de Napoleón durante su exilio, notó el grave deterioro de su salud antes de abandonar Santa Elena: "Está tan débil y falto de descanso que, si no se apoyase con una mano en una mesa, y con la otra sobre el hombro de un ayudante, no se mantendría en pie". Esta situación chocaba con la asombrosa salud de hierro de la que el militar había presumido en enero de 1815: "No he estado enfermo nunca en mi vida".
En su gran biografía sobre Napoleón (Ediciones Palabra), el historiador Andrew Roberts recoge una extensa lista de enfermedades que se le han atribuido al emperador galo: gonorrea, epilepsia, migraña, úlceras, malaria, hepatitis amebiana, disentería, escorbuto, gota, gases, indigestión, problemas renales, dolencias cardiacas, cistitis, diversos síndromes, etcétera. "Se pueden descartar con seguridad casi todas ellas, aparte de las hemorroides, un caso leve de tuberculosis infantil sin secuelas, una infección de vejiga con cálculos, la sarna y los dolores de cabeza, padecidos en todo caso antes de su estancia en Santa Elena", asegura el investigador.
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El cáncer de estómago que mató a Napoleón apareció entre principios y mediados de 1818, aunque no le fue diagnosticado con precisión hasta dos años después. Su padre y la princesa Paulina Bonaparte también fallecerían a causa de una enfermedad similar, como le ocurrió al hijo ilegítimo del emperador, Charles León. No obstante, en su caso fue a los 81 años.
Sobre la muerte de Napoleón también se han abanderado teorías conspirativas sobre un posible envenenamiento. Las "imaginativas" propuestas se han basado en una supuesta elevada cantidad de arsénico hallada en su pelo. El historiador británico descarta esta posibilidad recordando que "muestras de cabello de muchos otros contemporáneos, como Josefina o el rey de Roma, mostraban un nivel de arsénico igualmente elevado, que [el corso] padeció además en varios momentos antes de llegar a Santa Elena".
Vigilado por unos dos mil soldados británicos y sin posibilidad alguna de huida, ¿no se planteó nunca un deprimido Napoleón el suicidio? "La muerte no es más que un sueño sin sueños", había dicho en una ocasión, a lo que añadió: "Por lo que respeta a mi cuerpo, se convertirá en zanahorias o nabos. No temo a la muerte; estando en el ejército vi morir a muchos hombres mientras me estaban hablando". "Puede que Napoleón no se suicidase en Santa Elena porque eso haría felices a sus enemigos", valora Roberts. Tal y como lo expresó el propio Bonaparte, "requiere más valor sufrir que morir".