La mañana en la que Puigdemont convirtió el asalto a la Casa de Papel en la fuga de Houdini
Unos fans de Puigdemont jugaron a confundirle entre el gentío usando máscaras con su cara y el líder de Junts usó su truco final de mago escurridizo... pero la manifestación ya era una chanza que ni sus asistentes se tomaban en serio.
8 agosto, 2024 16:25El cuento empezaba así, caleidoscópico: Puigdemont se sentía Napoleón volviendo de su retiro en Elba, pero para eso le faltaban unos cuantos pantumacas. Sus feligreses independentistas, desde la noche anterior, tramaban la de Esperando a Godot: el pueblo convencido, o lo que quedaba de él, apenas pegó ojo para performar desde tempranito la mítica tragicomedia del absurdo de Beckett que venía a hablar, como esto mismo, del tedio y de las epifanías flácidas.
¿Aparecería el ex ‘president’, no aparecería? Pero se nota y se siente en las calles de Barcelona que no hay mesías y que nunca lo hubo: sólo queda hartazgo y una revolución decadente similar a una erección débil.
Lo que ha sucedido, al cabo, se parece más al truco final de Houdini después de una vida prolífica de entrenamiento en la treta y en la evanescencia. Es curioso. En este mago escapista se inspiraron los creadores de La Casa de Papel para idear su filosofía del robo: megalomanía, saqueo e ilusionismo… pero sin violencia, al estilo Puigdemont.
La primera escena de la mañana (Carles no se sabía dónde y un puñado de hooligans con caretas con su rostro; como un inquietante ejército de clones, como cuando te sacas la foto del DNI) recordaba, precisamente, al golpe maestro de la banda de atracadores al comienzo de la serie.
Para confundir a la policía, los ladrones y los rehenes de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre se colocaron con mucha audacia la idéntica máscara de Dalí: así los agentes no sabrían quién era quién, así no podrían disparar poniendo en riesgo a ningún inocente. Era la forma de proteger a los culpables. Con la solidaridad estética del resto.
Si hoy Puigdemont no se calzó la careta es porque ya la llevaba puesta. A las señoronas con mechas que habían interrumpido sus vacaciones en la Costa Brava para aclamar al líder, el cartón con ranuritas para los ojos al menos les sirvió para abanicarse bajo el sol de justicia.
Una estelada extensa y gruesa que parecía una carpa de circo desmontada caía sobre las cabezas de los manifestantes con el mismo fin: la sombrita, que a sufrir tampoco hemos venido.
Sudor y surrealismo en el paseo de Lluís Companys. Muy pocos jóvenes, menguante energía. Ya es un elefante en la habitación: lo que queda acá es carroña sentimental para muchachos muy entraditos en años, nostálgicos de no sé qué. Los cánticos no terminaban de cuajar y se ahogaban a medio camino: “Puigdemont… és… el nostre president”, sí, pero con la vocecilla rota, llegando al gallo, perdiendo fuelle.
En el gesto de los asistentes se reflejaba cierto pudor, cierta sensación de ridículo. Independentistas pero no tanto. Lo que más funcionaba era el silencio.
Pachorra y picnic
Un grupúsculo de guiris gruesos y blanquísimos observaba el percal con desconcierto entre gritos lacios de “fora, fora, fora la bandera espanyola”. Un cartel con besito para ERC: “Estafa Republicana de Catalunya. Els mes mentiders, covards i traidors”. Otro que rezaba: “Ni Francia, Ni Espanya: Països Catalans”.
A la orilla de la carretera, la gente se sentaba con las piernas colgandito en una suerte de canal sin agua lleno de hojarasca seca, como una piscina abandonada (como avisando de que la fiesta ya fue, de que el esplendor ya fue, de que el verano secesionista acabó hace rato…).
No hervía en el asfalto la rabia del pueblo, sino más bien una relajada mentalidad de pachorra y picnic: un caballero con visera sentado en una sillita plegable, viéndolas venir; una mujer desayunando regañás con sabor a queso entre el gentío; una runner fibrosa encendiéndose un pitillo con la estelada a modo de capa de Supermán; otra haciendo lo propio con un cartel de Junts plasmado en tela donde Puigdemont mira por una ventana como un melancólico Álex Ubago…
Qué ironías finísimas por todas partes: al acercarme caminando al meollo, un agente me llamó la atención. “Señorita, apártese de ahí, está usted pisando el carril bici”. Me sonreí. Manda cuyons, que diría aquél: una a un café de ser arrestada y Carles cogiendo el micro como Pedro por su casa y montando la arenga en plena orden de detención.
El ex ‘president’ va a resultar elocuente. Ha elegido el Arco del Triunfo para lanzar su homilía por algo: para honrar al lugar por el que se pasa el Estado de Derecho.
Hago 'chas'...
La sensación era de trampantojo gigante, de broma infinita. Usó la palabra “represión” mientras iba más suelto que Heidi por el campo. De repente, plop: cerramos los ojos y, cuando los abrimos, Carles ya no estaba. Las radios ardían en los auriculares de la peña. “¡Que se ha ido! ¡Jajajá! ¡Que nadie sabe dónde está!”, comentaban unos y otros.
Unas amigas maduritas, junto a mí, entraron a la guasa entonando la de Álex & Christina: “Cuando crees que me ves, cruzo la pared, hago chas… y aparezco a tu lado”. Era pegadiza. El ánimo tornó: no hacia la alegría, sino hacia la chanza. Era como si la masa menease la cabeza sonriendo y murmurando un “este muchacho… siempre con sus cosas… es incorregible”.
Desde luego: mucha operación jaula hacía falta para semejante pájaro. Un anciano con barba y camiseta de rock se echó un purito fino mientras ironizaba con una pancarta contraria a la marcha: “España, te queremos”, decía, partiéndose de risa. La masa ya se atoraba frente al vallado del Parlament. “Volem passar, volem passar”, cantaban unos cuantos. “¿Tú qué quieres? ¿Hasta dónde quieres que entremos?”, le pregunta una muchacha a su pareja, que apretaba el cordón policial como un terco miura que no quiere ser español. “Quiero llamarles hijos de puta a los traidores de los mossos”, dijo, con crudeza, buscando un nuevo sitio. Entonces aún no sabía que uno de ellos ayudaría a escapar a su líder.
Ancianas acróbatas
Las ancianas secesionistas pueden ser acróbatas rusas si se trata de encaramarse a la verja: la verdad es que impresiona. Me recordaban al salto de la reja de la Virgen del Rocío, pero maldita la gracia que les haría ese folclore español a estas hijas sanas de Marta Ferrusola.
Es inevitable el cordón umbilical costumbrista: también la marcha independentista en silencio recordaba más a una procesión de Semana Santa que a otra cosa, pero a ver dónde está el muerto. En qué maletero.
Por la calle del Comerç derrapó una furgoneta blanca ocupada por unos muchachos árabes con una bandera de España dentro y el himno patrio a todo gas: no caían muy bien, por lo que sea. Iban riéndose, arrollando palomas despistadas y manifestantes solitarios.
Me senté en la terraza del Navia, un bareto de la zona. Una mujer mayor de aspecto simpático charlaba animadamente con sus dos colegas varones: “Hoy ha sido la expectación, pero la próxima vez van a ser cuatro gatos”. No parecía importarles mucho, a pesar de vestir camisetas rebeldes. “¿Me ves? Pues ya no me ves”, imitaban a Carles, y se tronchaban. No había nada sacro ahí. Echaron un rato estupendo desde la ligereza del desencanto. Está claro que a España la vertebra el cachondeo.
Allí ya no quedaba nadie. Me fui de vuelta al hotel a escribir esta crónica. El taxista se ajustó las gafas, visiblemente cansado de tonterías: “A ver por dónde vamos, que aún queda alguna calle cortada con el rollo este”. El rollo este. Entonces supe que él había dicho la última palabra.