Pedro Sánchez este lunes durante su declaración institucional.

Pedro Sánchez este lunes durante su declaración institucional.

Política GOBIERNO

La gran broma final de Pedro Mártir: un truco emocional contra el amor

29 abril, 2024 15:14

Son muchos millones menos de los que Pedro Sánchez dice, pero los españoles de extrema derecha que amanecieron este lunes cara al sol también creyeron que la dimisión era posible. Incluso algunos de los que deshumanizan al presidente hasta convertirlo en un témpano de hielo admitían en él los escrúpulos: "Hombre, si ha escrito esa carta, no es posible que vaya a regresar así...". Pero regresó.

En un giro de guion que nadie previó, Sánchez colgó de la percha su disfraz de político recién salido del congelador para disfrazarse de ese volcán que es "un hombre profundamente enamorado". Parecía que las emociones iban a ser capaces de arrumbar en el baúl de la historia –con "h" minúscula– una carrera levantada sobre esa sucesión de cálculos que ha acabado por llamarse "sanchismo".

Fuimos muchos los que creímos en el amor.

Este texto se escribe al mismo tiempo que se dirigen a la basura, en fila de a uno, todos los obituarios del presidente. El funeral de las ideas no publicadas está ocurriendo, de manera simultánea, a uno y otro lado del río. En la prensa afecta y la desafecta.

Por fortuna, ya no es tiempo de imprentas. Ni siquiera los periódicos de papel habían impreso la esquela. Nadie ha tenido que entrar en un despacho, como sucedió en ABC aquel 1975, para decirle al director: "Disculpe que le interrumpa, pero vengo del almacén y... el suplemento sobre la muerte del caudillo amarillea".

En una casualidad de obligatoria mención, en este día en que todos creímos en la gran broma final de Sánchez, amarilleaba para siempre el franquismo. Sánchez se declaraba resucitado casi a la vez que se publicaba la muerte del último ministro del régimen, Fernando Suárez.

El presidente Sánchez, que tiene tres años de vida por delante para superar la longevidad en Moncloa de Aznar, Zapatero y Rajoy, nos hizo creer con su juego de sombras que iba a convertirse en otro Suárez, en Adolfo. Se publicaron también artículos en busca de los paralelismos entre las dos dimisiones.

Una anécdota que llegó después de la marcha de Suárez demuestra –conocida la noticia de hoy– que una distancia sideral separará para siempre al primer presidente de la Democracia del actual.

Dimitido Suárez, ya gestándose su CDS (Centro Democrática y Social), un Iván Redondo de los de entonces se apareció con una idea genial: "Adolfo, fuiste uno de los tres diputados que no se tiró al suelo el 23-F. Tenemos que rescatar ese vídeo y dibujarte como el hombre que defiende la Democracia hasta el final".

Suárez, que habría tenido argumentos para vender ese discurso, se negó en redondo a ese ejercicio de caudillismo y abroncó al asesor. Nos lo contó uno de sus colaboradores de entonces.

Pedro Sánchez, mártir este 29 de abril aunque el día de San Pedro Mártir fue el 6 de este mismo mes, ha aceptado encarnar esa teoría... sin ningún mérito para ello. Ni la Democracia está en juego ni Sánchez es el más demócrata de nuestros políticos. Es un político demócrata más, empeñado en hacer méritos para que se le rebaje esa etiqueta.

Pero vayamos al fondo del asunto, al epicentro de la maniobra. Por primera vez –no ocurrió así con sus libros y parece que tampoco con su tesis–, Sánchez escribió solo la carta que amagaba la dimisión. Era un hombre solo urdiendo el engaño de toda una sociedad.

En cuanto su equipo colgó la misiva en Twitter, una amplia mayoría social sintió cómo se le subían a la cabeza eso que Larra llamó los "densos vapores de Baco". El ejemplo más ilustrativo fue la reacción de la prensa que Moncloa incluye dentro de la "fachosfera". Al día siguiente de conocerse la carta, dijeron: "Esta es la jugada del gran trilero, todo es mentira". A los dos días, apareció un huracán de artículos abordando la posibilidad real de que se marchase. Sánchez, un hombre solo urdiendo la trampa, veía cómo el engaño surtía su efecto.

Probablemente, Sánchez no compartiera con ministros ni generales del partido la "gran broma final" –por volver a citar la canción de Nacho Vegas– debido al secretismo que requería la jugada y a la incomprensión que encontraría: "Esto no va a funcionar, presidente". Sánchez jugó solo, igual que cuando adelantó las generales tras el descalabro de las autonómicas. Sánchez no quería ser Orson Welles, al que tantas películas le tiraban por imposibles.

Tampoco hubo intervención de los periodistas el día de la carta ni este lunes del resistiré para evitar que una pregunta bien dirigida pudiera causar una vía de agua en el guion.

Sánchez, como en el mito de la caverna, sentó a sus compañeros de Gobierno, a sus subordinados en el partido y a sus votantes ante una pared de piedra en la que iba dibujando una imagen que, al fin hemos sabido, no tenía nada que ver con la realidad: un ser humano hundido, dolido, que había decidido marcharse, pero que aceptó pensárselo en el último momento. ¡Qué va! Sánchez, por decirlo con el poema de Foxá, no conoce esos días donde hay que afeitarse ante espejos donde llueve.

Sólo así fue posible el clímax: todos vivían –vivíamos– dentro de la ficción. Igual que cuando, en el siglo XVII, se inventó la linterna mágica y Jovellanos lo definió como un artefacto para la desconfianza. La virtud de Sánchez ha estado en perfeccionar ese artefacto hasta hacer de él algo tan nuevo como para que los demás no viéramos la trampa.

El Gobierno volcado, el partido volcado. La empatía y la solidaridad que él había manipulado en la gente para prender su linterna mágica fueron las mismas que le faltaron para manipular el bienintencionado corazón de sus compañeros. Quedan como ejemplo más gráfico los gestos y los gritos de María Jesús Montero, en la calle Ferraz y al borde del delirio. Ellos, con los ojos enrojecidos del miedo a la marcha, sí fueron arrastrados por el fango.

Ha habido una grieta en el plan. Sánchez probablemente creyó que serían muchos más los ciudadanos movilizados pidiendo su permanencia. Pero no puede tomarse ese fracaso como medida de que su plan ha decaído. Los que se manifiestan un fin de semana sólo son los más enfervorecidos de los que comparten la causa. Hay muchos más que, en unas próximas elecciones, acudirán a votar espoleados por esta grieta insalvable entre los "demócratas" –quienes apoyan a Sánchez– y la extrema derecha –todos los demás–.

En este plan que hemos ido desgranando, luce otra cuestión angular: el presidente nos hizo creer que el acoso a su mujer era lo que motivaba su posible dimisión. Pero él fue el primero en utilizar a su mujer como muleta del plan. Los medios internacionales, por ejemplo, habían guardado silencio sobre las diligencias abiertas a Begoña Gómez... hasta que él publicó la carta.

Fue publicarla y los medios más importantes del mundo colocaron en sus portadas a la primera dama española como "investigada por corrupción". Si alguien ha dañado la imagen de Begoña Gómez, ha sido Sánchez. ¿Con qué susceptibilidad la recibirán ahora cuando acuda a una cumbre internacional?

En una entrevista reveladora que Susanna Griso hizo al matrimonio en 2016, hay varias frases reveladoras. Decía Begoña Gómez que guardaba en un pequeño baúl de madera todas las cartas de amor que le había enviado su marido desde que se conocieron. La última no tuvo que archivarla porque la publicaron todos los periódicos.

Sin embargo, de esa entrevista también puede deducirse que Begoña Gómez no es una víctima, tampoco una mujer a la sombra de su marido. Es enérgica, inteligente y decide de igual a igual. A nadie se le escapa, tras ver esas imágenes, que lo que ha hecho Sánchez en este asunto ha sido pactado con ella.

Pero más grave que la gran broma final ha sido su objetivo, que sólo se descubrió con el discurso en la escalinata de Moncloa. Sánchez, al fin, se dibujó como había logrado que le dibujaran antes los suyos: la encarnación de la Democracia. Una alegoría del bien enfrentada al mal.

En su discurso fue construyendo una legitimidad distinta a la que aporta el Parlamento, la de un líder cuya permanencia está estrechamente ligada a la supervivencia de España como nación libre y occidental.

Todo esto ha ocurrido, no lo olvidemos, por la apertura de unas diligencias a su mujer que todavía nada significan. Podrían incluso archivarse pronto. Hay informaciones ciertas sobre Begoña Gómez. Otras, falsas. El Gobierno las ha metido todas en una coctelera para dibujar una conspiración político-mediática de extrema derecha encaminada a derrocarle por métodos ajenos a las urnas.

Y Sánchez, él, una persona, un hombre solo, va a confrontar esa conspiración. Es el único político de la izquierda que puede hacerlo. Algo atisbamos cuando se atribuyó en el Congreso los votos en Euskadi de todos los partidos que habían votado su investidura: "Nueve de cada diez han apoyado las políticas de la coalición". Conmigo o contra mí. Con la democracia o fuera de ella.

El momento más inquietante de su discurso fue este: "Esto es un punto y aparte. Se lo garantizo". A partir de ahí, comenzaron las elucubraciones. Nada volverá a ser lo mismo. Y esta frase, absurda y prohibida en general en cualquier análisis periodístico, cobra una fuerza inusual. Sánchez tiene algo en la cabeza con lo que va a rellenar de contenido ese "punto y aparte".

Sánchez se ha quitado el corsé. España ya no es, a sus ojos, esa gran democracia que nada tenía que envidiar a las naciones más prósperas del mundo. España es, según el prisma del presidente, un lugar donde la extrema derecha está a punto de socavar los cimientos que tanto costó colocar en la Transición.

El plan de Sánchez, el de la linterna mágica, la gran broma final, ha sido una sobrerreacción a una coyuntura que existe (el acoso violento y nutrido de falsedades), pero en lugares oscuros y poco frecuentados de la sociedad. Está por ver si su "punto y aparte" es capaz de movilizar los votos que necesita para mantenerse en Moncloa.

Una vez más –en esto no hay novedad–, Pedro Sánchez ha convencido al público en general de que todos sus pasos, por imprevistos e inauditos que sean, van encaminados a mantenerse en el poder. Y eso sólo puede hacerlo alguien –escribió Larra– que mira al público y lo confunde con la posteridad.