Hace ya muchos años que conocí a los chicos de Boa Mistura. Eran todavía más chicos. Pero no menos grandes artistas. Volví a coincidir con ellos esta pasada primavera en el congreso Tiempo de Arte celebrado en Santander, y entonces entendí aún con más profundidad el viaje vital que habían realizado desde el graffiti. Su viaje continúa. Y continuará. Porque la posibilidad de transformar genera adicción. Y así, enganchados al bien, siguen pintando las calles.
Han pasado unos meses desde aquel congreso y hace unos días tuve la posibilidad de ver el documental Crossroads. El viaje circular de Boa Mistura, recientemente estrenado, que glosa su trabajo. Dicho así, suena tan plano que solo puedo recomendar verlo para tener la posibilidad de recibir el eco de la emoción.
Porque la posibilidad de transformar genera emoción. Y como dice mi querida Mayte Ariza, autora del libro Las 72 leyes universales de los soñadores (Vergara, 2023), somos seres emocionales, además de racionales.
Los Boa Mistura (Javier Serrano, Pablo Purón, Juan Jaume, Pablo Ferreiro) podrían haber sido unos chicos normales más. Normales grafiteros. Profesionales, arquitectos, sociólogos, artistas… normales más. Podrían incluso haber pasado más de una noche y más de dos en algún calabozo, acusados de alterar el orden, grafiteando, que es gerundio, ahí donde se unieron a los 15 años.
Pero decidieron abrir con su pintura las puertas de la libertad de diferentes comunidades. Porque la transformación rompe cadenas.
En el documental queda patente su historia. De la Alameda de Osuna en Madrid al universo abierto de Berlín, ahí donde una semana antes de la caída del muro, en 2009, pintaron uno y decidieron que esa sería su acción. Después, Ciudad del Cabo, São Paulo, Kibera, Chile, Grecia, Bogotá… Ese es simplemente un recorrido en un mapa.
Su historia va más allá, mucho más allá, lindando el arte —su arte—, popular, con las historias de aquellos a quienes su arte, de calle, ha transformado, hasta sacar a la luz la autoconfianza, la resiliencia y la ambición imprescindibles para albergar una nueva existencia cobijo de su misma persona y de su comunidad.
Lo vieron claro en Kayelitsha, Sudáfrica. Supieron entonces que su arte cambiaba unos contenedores, dignificaba un barrio, daba voz a una ciudad y sus ciudadanos. Supieron que con sus brochas eran capaces de transformar sociedades.
Ellos sí que pusieron en práctica y en valor esa manida frase de colocar a la persona en el centro. Lo hicieron. Así lo hacen. Y lo harán. Porque ayudar es un acto que beneficia tanto a quien recibe como a quien da. Qué digo, muchas veces se convierte en un acto casi egoísta en el que la entrega equivale a ganancia. Sus caras los delatan así.
En Sudáfrica pintaron las fachadas del club ciclista Velokhaya y siete años después su entrenador reconocía que significó un revulsivo para el mundo, porque desde ahí siguieron repercutiendo su milagro. Así, en Kibera, Cleophas creó una plataforma online. En Antofagasta, en Chile, una de las colaboradoras pintando fachadas, Yamilett, hoy es pintora. Chalkida Rafaela, de Pepillo Salcedo, en República Dominicana, consiguió salir de su depresión.
Pueden estar tranquilos los Boa porque ya han conseguido uno de esos anhelos casi universales de dejar huella. Es común escuchar eso de que al morir solo se quiere que el recuerdo sea de agradecimiento. Ellos se lo han ganado. Y, de existir, también el cielo. Porque han mejorado la vida de muchos. No solo la han embellecido rodeándola de belleza. La han dignificado, iluminada por los colores de sus pinturas y alentada a ser otra, mejor, capaz de dibujar ese círculo virtuoso por el que esas mismas poblaciones transformadas son capaces de transformar.
Como si se hubieran alineado los astros, a los pocos días de disfrutar este documental, tuve el honor de acudir a la entrega de Premios de Pintura BMW. Y allí observé un gran cambio que es nada más y nada menos que reflejo de uno social imparable: las mujeres se adueñaron de los premios.
Hay que explicar además que este año los galardones han experimentado una mejora sustancial. Su nuevo jurado ha elevado el nivel. No podía ser de otra forma contando con el pintor Antonio López, el director artístico del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Guillermo Solana; el director del museo de Bellas Artes de Bilbao, Miguel Zugaza; la coleccionista Patrizia Sandretto; y Lucía Casani, directora de la fundación Carasso.
Ya el hecho de que el 44% de las candidaturas a los premios fueran femeninas fue grata sorpresa. También que se creara una nueva categoría de arte digital y la ganara una mujer, Beatriz Rubial. Que de los ocho finalistas al premio BMW de Pintura, seis fueran mujeres, un éxito. Y que la triunfadora fuera Sonia Navarro, una demostración de que un universo femenino habla por sí solo.
También en el arte parece darse por concluido el eclipse sobre más del 50% de la población al que, por cierto, y debido a tal porcentaje, no me gusta que se le incluya en la caja de la diversidad.
Que la ceremonia estuviera dedicada al principio de Pascal, y con él al líquido esencial para la Tierra y la humanidad, el agua, en la voz de Maribel Verdú… fue un acierto. El agua en imagen y en sonido, con un concierto donde el elemento fluyó por el flamenco, las melodías y nítidas voces corales, fue de nuevo la demostración de que arte y Objetivos de Desarrollo Sostenible se dan la mano. Y fue un aviso de necesidad. Porque una de cada cuatro personas en el mundo carece de acceso al agua potable.
El equilibro fue una de las palabras más escuchadas en la noche. Ese que hace que, como dice el principio, cualquier presión ejercida sobre cualquier lado de un líquido en equilibrio hace que se transmita con idéntica identidad a todas las partes del mismo. Es el equilibrio que se buscó en los premios, en las voces, en el recordatorio de que solo hay un mundo y es nuestro, y, por tanto, es menester cuidarlo, estemos en España o estemos en Australia.