Isaac Marcet (Barcelona, 1981) es el fundador y ex-CEO de PlayGround, un medio de comunicación pionero que llegó a ser la primera plataforma nativa digital española en redes con más de treinta millones de seguidores. Su pódcast, Generación Futuro, también estuvo en el top mundial. Aquel proyecto, sin embargo, le terminó llevando a “enfermar de futuro”: de hecho, la paradoja del avance digital casi terminó con su vida en forma de enfermedad autoinmune.
“Tras luchar una guerra imposible de ganar, caí gravemente enfermo y cerré la operación en España”, explica él mismo. Sin embargo, Marcet, que es tataranieto de Albéniz y un afinado pensador, aprovechó su peor momento para impulsar su creatividad. Estos días publica un apasionante ensayo narrativo titulado La historia del futuro (Plaza y Janés, 2023), en el que concentra sus reflexiones.
¿Cuándo surgió la idea de hacer este libro y con qué objetivo?
Cuando la empresa que fundé hace quince años hacía aguas a raíz del trato abusivo que sufren los medios de comunicación por las compañías de Silicon Valley…. Al principio plataformas como Facebook, Twitter, Youtube o Google fueron un trampolín para nosotros, pero con el tiempo acabaron convirtiéndose en nuestro peor enemigo. No en balde, el New York Times publicó hace unos días un reportaje sobre el tema con el elocuente título Silicon Valley abandona las noticias, sacudiendo una industria inestable.
¿Qué ocurrió entonces?
Algo inesperado. La editorial Plaza y Janés me propuso la escritura de un libro, y no lo dudé: escribiría la historia de la idea que condenaría nuestra civilización, el progreso. ¿Cómo podía ser que el futuro que nos proponían las empresas tecnológicas estuviese, precisamente, condenando nuestro propio futuro? ¿No habían hecho un daño irreparable a la democracia, las industrias culturales o a la salud mental de las personas?
Con ese propósito, me remonté a los inicios de la idea y descubrí algo sorprendente: problemas como la crisis climática, la amenaza nuclear o los peligros de la inteligencia artificial, además de la crisis que estaba viviendo en primera persona. Estaban todos ellos relacionados con algo que ocurrió durante el siglo XVI, cuando nació el 'futuro'. Durante aquel siglo, la historia del humano dio un giro copernicano de 180º y nada volvió a ser igual.
¿La diferencia entre 'analógico' y 'digital' sería para usted una buena metáfora de nuestra época?
Aunque cueste creerlo, la innovación por la innovación era anatema para nuestros antepasados antes del 'futuro'. Cuando un invento o un nuevo sistema organizativo podía suponer un peligro para la comunidad, el medio ambiente o la salud de la persona, se prohibía sin ningún tipo de pudor. Se preguntaban: ¿Esta invención qué cosas buenas y qué cosas malas nos va a traer?
Por el contrario, la innovación por la innovación es el ADN del capitalismo actual. Si no innovas, tu competidor lo hará y entonces habrás perdido la carrera. Por este motivo, es más importante que nunca preguntarnos cosas tan básicas como: ¿Qué hemos ganado y qué hemos perdido con la digitalización de la sociedad? Aunque lo digital haya abaratado los costes de almacenamiento y de distribución de la información, del mismo modo, también ha causado una serie de disrupciones en la vida de las personas, difíciles de calibrar por su enorme envergadura.
Incluso con la música…
Gillian Welch lo explicó inmejorablemente cuando dijo que, más allá de haber empobrecido su vida (condenándola a girar sin interrupción por el mundo a su edad), la digitalización de la música había destruido algo más importante: el factor humano en la música. Te puede gustar una canción en formato mp3, decía. No obstante, no la bailarás ni tampoco la llorarás como cuando te la pones en vinilo. Lo analógico transmite una magia y un candor que lo digital no consigue.
Su lenguaje hecho de unos y ceros trocea la señal, consiguiendo de esta manera reducir su riqueza de frecuencias. Todo aquello que se pierde con la conversión a lo digital es de lo que hablo justamente en este libro. La pérdida de la riqueza del lenguaje, de la concordia democrática, de la libertad de expresión, de la salud mental, de la independencia económica... Todo aquello que, precisamente, es esencial en nuestras vidas.
Este libro es también un homenaje y una advertencia sobre el uso de las palabras…
Karl Kraus, el escritor, en su lecho de muerte, al oír la noticia de que los japoneses habían invadido Manchuria, dijo: "Nada de esto habría sucedido si hubiéramos sido más estrictos en el empleo de la coma". Las palabras son mucho más poderosas de lo que creemos.
Tanto es así que cuando Martín Lutero cambió el término griego Klesis en su traducción de la Biblia, que significaba "la llamada a la salvación de los hombres", por el término Beruf, que representaba un trabajo impuesto y bendecido por Dios, la visión del trabajo cambió para siempre.
La reforma protestante consiguió exactamente eso. Trabajo, de acuerdo con su etimología, era Tripalium, un instrumento de tortura para esclavos hecho con tres palos. Del mismo modo, las raíces latinas de la palabra labor, si deshacemos los nudos del lenguaje, eran 'resbalar, caer'.
¿Cómo ha cambiado el concepto de trabajo?
Para nuestros ancestros, el trabajo era una actividad más bien vergonzosa, y no un "trabajo impuesto y bendecido por Dios", como quiso asegurarse Lutero gracias a su contubernio con la primera burguesía del siglo XVI. Ese aparente 'fallo' de traducción, aun cuando creamos que no tiene mayor importancia, acabaría por dar rienda suelta al capitalismo. De ahí que, si fuéramos precisos, al 'futuro' realmente deberíamos llamarlo capitalfuturo, pues siempre fue indisociable de aquel sistema económico que valoraría por encima de todas las cosas el trabajo y el deseo de ganar dinero por ganar dinero.
La palabra 'futuro' cambió su significado, como explica en su libro, para adecuarse a un proyecto que finalmente es fallido... ¿Puede explicar esta tesis?
Antes del siglo XVI no existió un futuro tal como se concibe en la actualidad. Lenguas como el alemán ni siquiera detentaban un tiempo venidero en sus expresiones verbales. En las fuentes bibliográficas, la palabra alemana Zukunft, 'futuro', apenas sale impresa. De acuerdo con la hemeroteca, hoy sabemos que las generaciones pasadas no experimentaron un tiempo que transcurriera de forma uniformada, lineal y progresiva, que fuese a mejor.
Por el contrario, ellos creían en el destino, ese tiempo gobernado por fuerzas que superan con creces nuestras pequeñas intenciones. Lejos de ser un tiempo que mejoraría con su paso, se pensaba que el tiempo se degradaba y envejecía. No progresaba, empeoraba. No en balde, la etimología de la palabra devenir, que viene del latín devenire, es "venir bajando, caer en".
No obstante, en el siglo XVI se empezó a creer todo lo contrario. Tanto es así que el crecimiento económico y técnico que se experimentó debía ser a la fuerza parejo al progreso ecológico, moral y humano de la sociedad, cuando eso nunca fue así. La extinción masiva de las especies y la polarización de nuestra sociedad nos advierten de lo contrario. La creencia excesivamente optimista en el progreso, ese nuevo futuro, nos haría olvidar los riesgos inherentes del paso del tiempo.
¿Sería entonces lo mejor volver a cambiar de significado esa palabra?
San Agustín optó por utilizar la forma plural futura en lugar de futurum. Consideraba que el tiempo eran muchos tiempos vibrando a la vez, como más tarde Einstein refrendó con su teoría de la relatividad. Los futura, según el santo, eran lo contrario al tiempo que colonizaría los tiempos del planeta debido a la estandarización de la hora: la del reloj mecánico.
¿Por qué un mexicano, por ejemplo, debe tener los mismos futura que un estadounidense? Deberíamos preguntarnos eso en la actualidad. También, ¿por qué el tiempo humano debe ser el mismo que el animal o el ecológico? La respuesta que demos a estas preguntas determinará si la especie humana conseguirá sobrevivir o, por el contrario, acabará por extinguirse.
¿Cuál es la verdad o dónde está el verdadero peligro de la inteligencia artificial?
La palabra inteligencia la acuñó Marco Tulio Cicerón, filósofo, político y orador romano. Proviene de inteligere, término compuesto por intus (entre) y legere (elegir, leer). La inteligencia es la facultad que nos permite leer entre líneas, es decir, escoger la lectura de la segunda historia (la que no se ve), por encima de la primera (la de las apariencias).
La supuesta 'inteligencia' de la IA hace todo lo contrario: lee únicamente las líneas, por eso está hecha de 'líneas de código'. Su lenguaje digital hecho de unos y ceros es incapaz de percibir la riqueza del mundo analógico en todo su esplendor. Por eso, nunca será inteligente de verdad. Sin embargo, hay una cosa peor si cabe. La inteligencia artificial nos hace creer que la inteligencia humana es lo que hacen esas máquinas limitadas. Lo terrorífico, en definitiva, es la resignificación de esa palabra que ideó Cicerón.
¿Qué opinión tiene respecto a esta resignificación?
Si a partir de ahora la definición de inteligencia nos la da la IA, no pasará mucho tiempo hasta que empecemos a actuar como máquinas. A partir de ese momento, lo que caracteriza a nuestra estirpe se extinguirá para siempre. Por otro fallo incorrecto de traducción. No hay que olvidar que para nuestros ancestros la inteligencia no residía en el cerebro, sino en el corazón. Partiendo de esa premisa, preguntémonos: ¿qué cosas perderemos con el desarrollo de la inteligencia artificial? Nuestra auténtica inteligencia, para empezar. Sobre este asunto, dedico un capítulo entero del libro al que he llamado La historia del diablo. La etimología de la palabra diablo precisamente esconde todo lo que tenemos que saber sobre la naturaleza de la IA.
Para usted lo ejemplar es que cualquier investigación inmediatamente vaya acompañada de un estudio de sus consecuencias humanas… Tras descubrir una de las tecnologías más disruptivas para el humano, la premio Nobel Jennifer Doudna hizo algo insólito: se aseguró la implementación de una serie de normas éticas sobre su propia creación. De manera opuesta a Prometeo al dar el fuego prohibido a los humanos, Doudna se aseguró de que su tecnología para editar el genoma humano quedase en cuarentena.
Entonces, ¿habría que regularlo?
La humanidad debía debatir todas las implicaciones sociales de ese invento antes de que se desarrollase ninguna aplicación comercial. De lo contrario, podía ocurrir lo mismo que con la bomba atómica: la destrucción de cientos de miles de vidas. Pese a que Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, luchase hasta el final de sus días por regular su descubrimiento, el daño ya estaba hecho cuando el gobierno de EEUU decidió lanzar la bomba sobre Hiroshima y Nagasaki.
De ahí que el científico más tarde dijera: "Los físicos hemos conocido el pecado, y este conocimiento vivirá con nosotros para el resto de la vida". Por este motivo, Jennifer Doudna debería considerarse una de las personas clave de nuestro tiempo. Descubrió el futuro, pero supo mantenerlo a raya. Mejor que nadie, sabía que el futuro podía ser el peor de los 'aliados'. Mejor que nadie, supo que el fuego de los dioses es demasiado poderoso para los humanos.
[Quién fue Oppenheimer, el "destructor de mundos": la historia real del creador de la bomba atómica]
En el libro afirma que Elon Musk no sabe bailar, que Mark Zuckerberg tiene miedo… ¿a qué se refiere?
Decía Nietsche que "solo creería más que en un dios que supiese bailar". Para los antiguos, la sabiduría estaba en el baile del mismo modo que en la palabra. A decir verdad, los primeros poetas bailaban y declamaban a la vez. Cuerpo y alma estaban intrínsecamente unidos. Hoy es todo lo contrario. La información está completamente desapegada del cuerpo, de las emociones. Son números binarios en la nube de la abstracción. Por esta razón, en Silicon Valley no saben bailar.
¿Has visto a Elon Musk intentar moverse al compás de la música durante las presentaciones de sus productos? No tiene ritmo, no está en armonía con su cuerpo. No sabe bailar y eso es una mala noticia para el resto del mundo. Su persona es unos y ceros intentando parecerse a un humano.
Pese a ello, en la actualidad se le adora como a un dios del futuro, ese falso dios cuya aspiración última es abandonar todo aquello que nos hace humanos. Como sabemos, su gran sueño es abandonar la tierra y colonizar otros planetas, además de fusionar al humano con la IA, gracias a implantes en el cerebro que pronto comercializará con su empresa Neuralink Corporation. ¿Realmente es eso lo que queremos? ¿Queremos dejar de ser humanos por culpa de aquellos que, en el fondo, tienen miedo de ser humanos?
¿Dónde encuentra la redención? ¿Qué podemos hacer?
Primero de todo, debemos aprender a identificar a la 'hidra' del futuro. Solo de esta manera podremos señalar quién es nuestro enemigo a batir. De no ser así, seguiremos en lucha los unos con los otros en un mundo cada vez más polarizado. Con razón, la tradición védica llamaba a la última fase de cada ciclo el Kali-yuga, que significa "la era de la riña". Debemos por este motivo abrazar un tipo de lenguaje antagónico al lenguaje binario y conflictivo de nuestros algoritmos informáticos. La lengua del mito y de la poesía, por ejemplo; una lengua capaz de unir en vez de dividir.
Por eso el antónimo de la palabra diablo es símbolo, que significa "lanzar uniendo". Del mismo modo, tenemos que luchar por una forma de sentir y operar en el tiempo que se oponga a la violencia temporal del futuro. Formas futuras que vivan en armonía con los ritmos naturales, tanto los de fuera como los de dentro, los del corazón. Nuestra misión realmente es esa: la búsqueda de un tiempo perdido, como diría Marcel Proust. La aventura de un tiempo que cae, que muere, pero que otra vez puede volver a nacer.