Sostenible quizá sea una palabra demasiado etérea para hacernos entender la grave amenaza que representa en nuestras vidas el ignorar su relevancia. Su significado se vuelve aún más difuso cuando, en vez de sostenible, hablamos de sostenibilidad.
Hay palabras así, demasiado largas, condenadas a parecer abstractas y distantes por mucho que escondan, como es el caso, el peligro más terrible al que nos enfrentamos todos. La RAE ha reaccionado rápido. En una nueva entrada, describe sostenible como aquel tipo de crecimiento económico que se puede mantener durante largo tiempo sin agotar los recursos o causar grave daño al medioambiente.
¿Es que hay alguien a quien le puede interesar crecer al revés, de manera insostenible? Salta a la vista que sí. Por eso nos encontramos al borde del abismo, con muchas secuelas ya quizá irreversibles. Sin embargo, tengo la sensación de que las voces de alarma pueden escucharse cada vez más alto, pero ni terminan de entenderse bien ni son lo suficientemente claras.
No pretendo concienciar sobre la inminencia del desastre si no tomamos medidas cuanto antes. Con mejor o peor fortuna, son muchos los científicos que han dado la alerta. Pero creo que existe, además, un evidente problema de comunicación en torno a la sostenibilidad. El exceso de retórica, la verborrea y la grandilocuencia a menudo nos impiden ser plenamente conscientes de lo mucho que nos estamos jugando.
De fondo hay un evidente mandato de la sociedad y sus ciudadanos. Exigen compromiso y transparencia, pero sobre todo respuestas. Quieren hechos, un lenguaje mucho más directo, objetivos medibles y resultados concretos. Contados de forma accesible y con ejemplos cotidianos. Se lo demandan a sus gobiernos y administraciones. También a sus representantes y a sus empresas.
A día de hoy existen honrosas excepciones entre todos esos responsables, aunque en general para unos y otros hay evidente margen de mejora. Es posible pasar del storytelling al storydoing; del dicho al hecho.
Parte del problema puede venir de una clasificación inicial demasiado genérica. Me refiero a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) fijados en 2015 por Naciones Unidas. Está claro que esa generalización fue el único modo de que el texto fuera aprobado por los países miembros.
A pesar de ello, casi todas las empresas han asumido la declaración como propia. Han empezado a desgranar qué hacen en cada uno de los 17 ODS y qué tienen previsto hacer a medio y a largo plazo. Dedican mucho esfuerzo y muchas páginas a glosar sus acciones y propósitos.
Aun así, en 2020 los contenidos sobre sostenibilidad generados por las empresas españolas apenas representaron el 4,6% de la conversación total en redes y medios sociales, según el informe La conversación sobre sostenibilidad de las empresas más reputadas, elaborado por LLYC.
El exceso de retórica y la grandilocuencia nos impiden ser plenamente conscientes de lo mucho que nos estamos jugando
Quizá sea porque hasta ahora se han circunscrito a los canales determinados por los reguladores. Proliferan sus informes no financieros, con el desglose de acciones y todo el aparato documental y administrativo necesario, pero en general las empresas carecen de altavoz y les cuesta dar ese firme paso adelante ante el conjunto de la sociedad.
En un análisis previo a la COP26, la consultora McKinsey reclamaba varios compromisos esenciales para calibrar si ese paso al frente es efectivo. Citaba entre ellos cómo reducir los costes verdes, una mayor concreción en las medidas para la transición energética, generalizar las reducciones de dióxido de carbono a todos los ámbitos, o prevenir también los efectos colaterales del cambio climático.
Estoy convencido de que buena parte de las empresas mundiales, incluidas tantas y tantas españolas y latinoamericanas, ya cuentan con avances significativos en estas materias. Falta levantar la mano y hacerse notar. Abrirse a dialogar con la ciudadanía de forma comprometida, transparente y clara. Conversar tanto de lo que se hace como de lo que se hará y de lo que podemos evitar juntos y entre todos.
Después de la pandemia, la retórica corporativa al uso se ha convertido en un anacronismo. Las buenas palabras han dejado de ser suficientes. Ahora se demandan pruebas y sobre todo eficacia. Hace tiempo que los resultados empresariales dejaron de ser exclusivamente un valor económico. Los beneficios ya no son solo la última línea de la cuenta de resultados, ni ese lugar al que todos volvían la vista.
Ahora también se exigen avances en diversidad, en inclusión social, en compromiso, en desarrollo, en igualdad y, por supuesto, en sostenibilidad. Son las empresas las que deben dotar de sentido esas grandes palabras. Vaciarlas de retórica y llenarlas de significado. Por descontado, aquellas que antes se expliquen y lo expliquen serán doblemente sostenibles y doblemente recompensadas.
***José Antonio Llorente es presidente y fundador de LLYC.