La turba dicta sentencia contra los jueces de La Manada
Sólo falta el ministro de Justicia llevando la soga para que la escena vivida no fuese española, sino del oeste norteamericano y en memoria del señor Lynch. El matiz era puramente nacional: la turba no quería ajusticiar a los delincuentes, sino a los jueces que los han condenado. Fantástico.
No ha habido manifestación, tertulia o columnista quejoso que se haya referido a los condenados, sino que su análisis se ha cebado en los jueces. El debate se ha reducido a un patio de vecindad donde se ha dedicado más tiempo a juzgar las intenciones de tres personas decentes, reconocidos profesionales y cuidadosos vigilantes de los derechos de las personas. Ellos no han gozado de ese tratamiento: han sido menospreciados, juzgados por oídas, desautorizados en aspectos técnicos por personas habitualmente desinformadas o que al menos no tiene la precaución socrática de pensar que de eso ellos no saben nada, y finalmente ajusticiados con el acoso -escrache- que caracteriza esta época de comportamiento tan clásico, dicho sea por razonable y elegante.
Es verdaderamente extraordinario, pero acabamos de vivir, con la sentencia de La Manada, escenas que creíamos haber superado con esta generación, la mejor preparada de la historia, según el tipo más inteligente y preparado que ha pasado por la presidencia del Gobierno. La justicia popular que se ha invocado de un modo u otro, desde invocaciones moralistas a las que defienden que el pueblo siempre tiene razón, revierten al Madrid del siglo XIX cuando decenas de frailes fueron asesinados por el pueblo soberano al cundir el rumor de que habían envenenado las aguas de uso público.
De cualquier cosa es lícito opinar. Por opinar -juzgar- se puede especular de cualquier cosa, incluso si el mundo, las plantas y el propio hombre existen realmente. Es una costumbre muy humana. Pero de ahí a desautorizar las instituciones del Estado de Derecho y proponer que la ley y los límites de su aplicación varíe a conveniencia de la multitud, es proponer los tribunales populares, de sangrienta memoria en la pasada guerra civil. Desautorizar a los individuos que la propia sociedad ha formado y entrenado para aplicar las leyes que esa misma sociedad dicta, es un exudado tiránico, sobre todo en un sistema judicial como el español que es garantista, es decir, que las sentencias son recurribles en diversas instancias. Lo era incluso en la época de Franco.
Unos individuos que se intitulan La Manada van anunciando maneras, pero que no son muy distintas de las mostradas por las turbas descontentas con la sentencia y en reclamo de más sangre. Al razonamiento de los jueces, que será revisado por otras instancias superiores, se ha opuesto efervescencia sanguínea con el añadido dictado del fallo popular: la sentencia es injusta. A lo mejor es la ley, pero para reclamar su cambio hay que irse a la puerta de las Cortes y no a la Audiencia Provincial de Navarra. Aunque, claro, en ese caso sería raro ver a los legisladores que han participado en las movilizaciones manifestarse contra sus propias decisiones.