Los silencios son estruendos en la noche, palabras calladas y mordidas entre labios, fusas y semifusas dormidas en el pentagrama de la vida. Por más que uno quiera callar, el silencio es cómplice de lo que dice su mirada, la mandíbula, el arrastrar de los dientes. La quincalla se hace carne cuando uno cierra la boca, pero abre los ojos. Eso fue lo que le pasó a Pedro Sánchez con Feijóo en el Debate de Investidura. Que quiso callar aprisa y habló despacio, con la cadencia tronante de un tal Puente hacia ninguna parte, como el de Talavera. A Sánchez se le vio intención y tomaron nota los apuntadores. Los taquígrafos del Congreso durmieron a los leones entre arrullos de insultos provocadores. Faltó la luz y los idiomas se volvieron pinganillos. Es la imagen de una España que no entiende y tampoco hace por ello.
Los silencios son las sonoridades más bellas del universo. Cualquiera que haya compuesto música lo sabe. Un silencio en el pentagrama hace más que todas las corcheas juntas. La Quinta de Beethoven no sería la misma si no abriese con tres sonoros golpes que dejan tres inciertos silencios en la atmósfera. El silencio es algo natural, de sua, en el que uno no cae hasta que toca sufrirlo. Yo he visto grandes broncas en silencio y exhortos amorosos colosales. El silencio tras un coito es directamente proporcional a su resolución. Puede ser tranquilo, plácido, espeso o neuronal. Igual que las rupturas de pareja. Un silencio anquilosado en el tiempo cobra más fuerza que todos los trastos del mundo lanzados a destiempo. Bernarda Alba lo sabía y terminó su magistral obra pidiendo silencio.
Cuartango ha escrito un artículo sobre el silencio de Pedro Sánchez que es el que me ha puesto tras la pista. Sucede, en cambio, que el silencio del presidente en el Congreso es hiperbólico, estrambótico, vitriólico. Sale por las carcajadas en forma de aire y rompe, rasga y desvirga su propio silencio. En realidad, Sánchez lo que hace es soltar su soberbia por los hoyuelos del silencio para atrapar al contrario. Ocurre, sin embargo, que todos aquellos sistemas políticos basados en la soberbia también tienen principio y fin, aunque parezcan eternos. Sobrevienen además en silencio, cuando el principal artífice considera controlarlo todo.
Los silencios son buenos para las sinceridades, los pactos, los reflexiones. El presidente se calla para que se escuche el guirigay de sus portavoces y el personal entienda que él lo ordena. Ahora comenzará a hablar porque es su turno, aunque quizá prefiramos su silencio. Uno es esclavo de sus palabras, pero dueño de los silencios. Eso es más viejo que el mundo. Sin embargo, no aprendemos y el silencio sale por los poros. Si sólo fuera silencio, conformaríamos una sinfonía bellísima de atardeceres de otoño. Pero como viene acompañado de muecas y gestos deviene en cefalea. En realidad, el silencio es aumentativo de las cosas y sobreviene al que lo sufre. No hay como una tarde plácida de lectura en silencio, pero nada tan incómodo como una boca querida en silencio. El sello de los labios tiene su precio y el tiempo lo magnifica. Si la política hiciera como el amor, callados estaríamos mejor y más guapos. Los besos son en silencio y la muerte también.