El cadáver de Franco y nuestra mala memoria
Para varias generaciones de españoles, ese lugar conocido oficialmente como Valle de los Caídos, tiene resonancias amargas, incluso para quienes comparten el discurso nacional-católico y funerario del franquismo. Aunque no he visitado tan siniestro monumento, lo cierto es que en mis tiempos escolares eran normales las “excursiones” a Cuelgamuros (derivado de cuelga moros), organizadas por los ayuntamientos de toda España, y particularmente por los colegios, públicos o privados. Se trataba de glorificar al gran ausente, el mártir, el modelo para la juventud, José Antonio Primo de Rivera, a quien ya recordábamos todos los sábados por la mañana, en el obligatorio ceremonial político-religioso incluido en los planes educativos; primero el rosario, dirigido por el listo de la clase, y a continuación el canto coral del himno falangista “Cara al sol”, cuyos primeros acordes iniciaba el maestro de la escuela. Sí, joven lector, así era aquella España de no hace tanto. Todo eso se hacía con la voluntad de mantener viva la memoria de que había habido una guerra, con buenos y malos, y que los buenos, los militares, falangistas, requetés y otros cruzados, bajo la bendición de la Santa Madre Iglesia, y, guiados por el Caudillo, habían triunfado sobre los malos, que eran los rojos, los enemigos de España.
En ocasiones pienso que es mejor acercarse a aquellos tiempos sombríos a través del humor, desde la distancia, como en la genial parodia de Andrés Sopeña, El florido pensil, que tiene versión teatral y también cinematográfica. Para la generación del citado escritor, y para la siguiente, hay mucho de reencuentro con una realidad casposa y sórdida, pues las cosas eran más o menos así, de manera una actitud saludable ante aquello puede ser la farsa o la comedia.
El Valle de los Caídos es un asunto pendiente, que no va a desaparecer del calendario político hasta que se adopten decisiones que acaben con esta anomalía democrática, por mucho que se desgañiten algunos tertulianos o portavoces políticos defensores de la infamia. Cuando se les replica que eso no ocurre ni en Italia ni en Alemania, tampoco en Chile o Argentina, con dictadores más recientes, sacan a relucir a Stalin y a continuación a Venezuela. A veces me pregunto si merece la pena tratar de hacer entrar en razón a quienes siguen anclados en esa cerrazón, y que, además, no caen en la cuenta de que lo que dicen pudiera ser considerado materia delictiva.
Sorprende escuchar o leer a periodistas o políticos, de generaciones que no han vivido el franquismo, decir sin despeinarse que aquello es un lugar de reconciliación y que no hay que hacer nada, y que todo el alboroto se debe al revanchismo de la izquierda. Pero la realidad es tozuda, y solo se puede argumentar algo así desde el cinismo o la posverdad. Otros, más osados aún, llegan a decir que los miles de enterramientos de cadáveres de republicanos sepultados allí contaron con el permiso de las familias, y que si quieren sacarlos que lo pueden hacer sin problema. Ya hemos visto que, ni con sentencia firme de un tribunal los gestores del monumento, Patrimonio Nacional o los frailes, facilitan las cosas, y todo sigue igual dos años después; puede que para aviso de navegantes. Hay que tener una cara de cemento para mantener cosas así, o para decir que los miles de presos que trabajaron allí lo hacían de manera voluntaria. En el futuro, este periodo, el de la construcción del complejo funerario franquista, que duró veinte años, deberá de ser objeto de pedagogía, con los paneles y pabellones que sea menester en el propio lugar, para conocimiento de quienes visiten el Valle, Memorial, o como se llame para entonces.
El actual contencioso por los restos de Franco suena a viejuno, pues es algo que debió abordarse en los tiempos iniciales de la transición, con los decretos que hubiera hecho falta, mandatados por el mismo que ordenó el entierro en la cripta de esa peculiar basílica, es decir el sucesor de Franco, el hoy Rey emérito. También pudo abordarse por el primer gobierno de Felipe González, con una mayoría absoluta aplastante, y con el ejército muy descompuesto, de retirada, desmoralizado tras la asonada del 23-F, es decir en posición de firmes ante el mando político. No tuvo el presidente socialista voluntad alguna en cerrar heridas del pasado, quizás porque pensaba que no había que hacer nada, y que las cosas estaban bien como estaban, a pesar de tener en su propio partido voces relevantes que no lo veían así. Eso sí, en aquellos primeros años se colocaron en los Nuevos Ministerios sendas estatuas de Indalecio Prieto y de Francisco Largo Caballero, pero ningún recuerdo o calle para Manuel Azaña. Como vemos la memoria fue selectiva.
Se puede decir hoy, desde la distancia y con justicia, que Adolfo Suarez, en circunstancias muy difíciles, hizo mucho más en lo tocante a reconocimiento de derechos de víctimas del franquismo, que lo realizado en trece años por Felipe González. Con todo el aparato del Estado franquista sin desmontar del todo y un ejército vigilante reconoció derechos en forma de pensiones a viudas de soldados del ejército de la República, también reconoció plenos derechos, incluso el de reincorporación a su puesto de trabajo a quienes aún estuvieran en edad de hacerlo, a jueces, fiscales, policías, carabineros, militares profesiones y demás funcionarios leales a la República que habían sido expulsados de la función pública.
No es asumible, y no lo ha sido en Chile con Pinochet ni en la Argentina de Videla, el que un general golpista, usurpador del poder y firmante del enterado de miles de sentencias de muerte, tenga a perpetuidad, a costa de nuestros impuestos, todo un memorial de homenaje, con basílica incluida y una comunidad de monjes dedicados a su custodia y veneración. Visto incluso desde la lógica de los honores de los jefes del Estado, no es de recibo que tenga más que los reyes enterrados en el Monasterio de San Lorenzo del Escorial. Eso sin comparar con los legítimos presidentes de la Segunda República; uno, Niceto Alcalá Zamora, enterrado en una modesta sepultura en el Cementerio de la Almudena en Madrid, tras el regreso clandestino de sus restos mortales desde Argentina en 1979. El otro, Manuel Azaña, permanece sepultado en la localidad francesa de Montauban, donde recibe todos los años honores, en la fecha del aniversario de su muerte, por parte de las autoridades francesas, tal y como es costumbre en el vecino país en lo relativo a los grandes hombres y mujeres de la Historia.
Pendientes de que se culmine el proceso de exhumación de los restos de Franco de la Basílica de Cuelgamuros, y se decida su destino, tenemos animados debates, donde se da vela en el entierro, nunca mejor dicho, a una fundación dedicada a la exaltación de la vida y milagros del “generalísimo”. De otra parte, la arrogancia y desvergüenza de los familiares de Franco, ha dado lugar a que se reactiven las investigaciones acerca del millonario patrimonio del que disfrutan, y que les da a todos para vivir sin trabajar y gozar de un tren de vida similar al que tenían en vida del abuelo. Se rompe de esta manera otro de los mitos franquistas, y que era aquella cantinela de que el “Caudillo” era austero y que no se había enriquecido durante su mandato. Se ha publicado, y nadie lo ha desmentido, que el saqueo de España lo inició Franco muy pronto, en 1940, al quedarse con el dinero de la venta de un barco cargado de café, y que había sido regalado a España por el dictador brasileño Getúlio Vargas. El montante de la operación fue superior a 7 millones de pesetas de entonces; además, hay que tener en cuenta que el café era producto muy escaso en aquellos años y por ello era un negocio muy lucrativo para quienes traficaban en el estraperlo.
La última ocurrencia de los nietos del tirano ha sido la de trasladar sus restos a la Catedral de la Almudena madrileña, por lo que es peor el remedio que la enfermedad, si lo que se quiere es evitar que exista un lugar de peregrinación de nostálgicos y turistas despistados.
El Vaticano parece que se ha puesto de perfil, por lo que la pelota vuelve a estar en el tejado del gobierno de Pedro Sánchez, que tendrá que sopesar bien si deja hacer, o lo impide con los instrumentos que la Ley le permite, para de esta manera evitar confrontaciones a favor y en contra, precisamente en el mismo espacio en el que el régimen franquista convocaba a sus seguidores, para, decía el gobierno, renovar la lealtad inquebrantable al Caudillo. Esperemos que Pablo Casado no caiga en la tentación de ponerse al frente de la manifestación; no le hace falta, ya se han enterado todos sus potenciales votantes que ha vuelto el PP de Aznar, aquel que fundó Manuel Fraga Iribarne.