Los clásicos son la memoria del mundo. Es la definición más breve que se me ocurre para estimular nuestra deseable y necesaria comunicación con ellos, pero dos autores del siglo XX, ya clásicos a su modo, han ofrecido definiciones más ingeniosas. Ítalo Calvino elaboró y glosó una docena de respuestas a la pregunta “¿Por qué leer a los clásicos?”, y su fórmula más efectiva y concisa es tal vez la que reza: “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”.
Ahí está implícita la atención de la posteridad, que Jorge Luis Borges hizo explícita en sus definiciones: clásico es “un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”, o bien: “aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”.
La voluntariosa solemnidad borgiana, matizada de cuando en cuando con ironías y descreimientos, confía en el empeño de las generaciones, pero la historia nos demuestra que ese empeño nunca ha sido sostenido y que a veces han salido ganando la desidia o la incomprensión: Lucrecio, admirado por sus contemporáneos –entre ellos por Virgilio, de fama incombustible–, no volvió a ser leído hasta el siglo XV; Dante, tras gozar de enorme popularidad y difusión, atravesó un purgatorio de dos centurias antes de volver por sus fueros; el eco de Cervantes ha ido oscilando entre el humor superficial y la profundidad metafísica, pero ni él ni Calderón serían lo que son sin el entusiasmo del Romanticismo inglés y alemán.
Si algo caracteriza a los clásicos es su capacidad de supervivencia, su resiliencia. Nos ayudan a vivir y conforman una ética de la cultura
En definitiva, si algo caracteriza a los clásicos es su capacidad de supervivencia, su resiliencia, por decirlo con una palabra muy usada últimamente. Como mostró Nuccio Ordine en sus libros, los clásicos nos ayudan a vivir y conforman una ética de la cultura.
Sin embargo, a los grandes autores y textos que constituyen lo que suele llamarse el canon literario los perjudica un equívoco que conviene deshacer: nos parece que están ahí, en su limbo, porque contienen la esencia y alcanzaron la excelencia en la representación de las líneas de fuerza de la historia, la cultura y el pensamiento de su época; damos por hecho que son característicos de una lengua, de una nación, de un tiempo histórico, de un estilo artístico o de una institución literaria como pueden ser los grandes géneros.
Pero lo cierto es que no los define su representatividad y están ahí porque no se parecen a sus contemporáneos, porque transgredieron las normas, superaron las teo-rías e hicieron algo que nadie más hizo. La tradición literaria no es una exposición de modelos, sino una reunión de excepciones y extravagancias. Son clásicos porque son de otra clase, y lo primero que hay que hacer, cuando volvemos a ellos, es gozar del talento de sus autores y admirar la técnica misteriosa de sus composiciones.
Los discursos de Pericles (conservados y tal vez mejorados por Tucídides), el canto V del Infierno, las Coplas de Manrique, las octavas de la Jerusalén liberada, los sonetos de Góngora y Quevedo, los endecasílabos y alejandrinos de Rubén Darío o la primera página de Historia de dos ciudades nos hablan del talento de personas concretas del pasado que son, en realidad, rabiosamente modernas, porque se nos han adelantado diciendo lo que había que decir. Los clásicos preservan el futuro del mundo.