Como nunca he sufrido escribiendo, ya que si de hacerlo a buen seguro que no habría insistido, tampoco soy propenso a grandes alharacas, celebrando la escritura como un don poderoso o un placer que me conceden los dioses para aliviar la vida o gozarla con lo poco que habitualmente tengo a mano.
Escribo porque no sé hacer otra cosa, o porque las cosas que me interesan o apasionan son contadas, y el gasto de la vida suele administrarse con cuentagotas, sin que quiera dar la apariencia de alguien que anda a la baja, cosa muy propia de quienes también tienen baja la autoestima o son propensos a no ir más allá de donde deben.
Cuando me da por decir que lo que escribo es para poder vivir, en la ficción se entiende, en la experiencia de lo imaginario, lo que la vida no me va a dar, acomodado a la presunción de su precariedad, en seguida confieso que la mía es una condición de vividor, casi podría decir de vividor desaforado, y en lógica proporción, frustrado, y eso me reconforta.
Muy pronto supe que en esa compaginación de escribir y leer estaba mi mayor ambición y que ambas cosas eran tan parecidas que resultaban perfectamente sustituibles
No es posible vivir lo imposible, escuché tempranamente, y hay que conformarse con lo que buenamente se puede, agotando todas las posibilidades y haciendo por la vida lo que ella merece, en el cálculo de probabilidades de nuestros merecimientos.
Supongo que fueron razones y consejos de moral estricta, en la línea de una precavida resignación criatiana, y también supongo que lo fueron en la tradición de uno de esos idearios que ahondan en la conciencia de que el ser humano es díscolo, inconforme, desajustado en sus pasiones y rebeldías, un bicho al que hay que atar para que no se desmande y así aprenda a convivir con los demás.
Ya digo que como no valía para otra cosa, ni tenía ganas de nada que no fuera escribir, con el agravante de una intencionalidad vividora que podía llegar a desasosegarme, comencé a hacerlo ya desde niño y al tiempo que descubría en la lectura el exacto equivalente de lo que aquello me suponía, Todas las vidas escritas, todas las ficciones de tantos vividores frustrados, los poemas, los dramas, las experiencias extremas del arte en general, ese contar lo que se vive desde la imaginación, la creatividad, menudo chollo.
Muy pronto supe que en esa compaginación de escribir y leer estaba mi mayor ambición y que ambas cosas eran tan parecidas que resultaban perfectamente sustituibles, con lo cual, dada también mi propensión a la holganza, el lector superó, y acaso sigue superando, al escritor. ¿Tanto escribir cuando ya hay tanto escrito, tan extraordinario e inabarcable, tan infinito en la exploración de lo que somos y ansiamos, desde la irreal felicidad a la dañina ambición de ser y tener más que nadie…?
La necesidad es la necesidad, qué le va uno a hacer, ni siquiera la material compensa, cuando son tantas las vidas paralelas que uno puede inventar, los personajes entrañables u odiosos, la aportación del reto que supondría integrarlos en el imaginario universal, menuda bicoca.
Esto de escribir, me dijo muy pronto uno de esos amigos del alma que invierten su vida en hacer la tuya más llevadera, es una fiesta, y yo le contesté que probablemente sería mejor decir que una feria.