Hace casi 60 años, el 26 de septiembre de 1964, en pleno franquismo, publiqué en la tercera del ABC verdadero, un artículo titulado Neruda como es que provocó la ira de los alfiles del dictador. Me atacaron sin piedad. Con motivo de los 50 años de la muerte de Neruda voy a reproducir el comienzo de aquel artículo que tal vez invite a la reflexión sosegada del lector.
“Allí donde nace la lluvia, entre aguas marinas y sal, vive Pablo Neruda. A veces los comunistas lo sacan en procesión y lo exhiben en un acto multitudinario. El poeta, convertido entonces en dios viviente, en Dalai Lama inmutable, lee una oda escuchada con recogimiento de oración religiosa. Luego los adolescentes rojos devuelven el ídolo a su santuario de Isla Negra.
Lo escribí una vez: ya sé que es comunista, que cantó con versos de bronce a Stalingrado. Pero la discrepancia con sus ideas políticas, no puede extenderse a su creación poética. En los versos más bellos de Pablo Neruda –los del Canto General– se deslizan, contra los conquistadores españoles, juicios implacables e injustos. Así es que cuando entro en casa de Neruda voy decidido a levantarme airado y marcharme a la primera impertinencia que escuche con relación a España.
[Pablo Neruda, 50 años del Premio Nobel de Literatura, por Luis María Anson]
–España –dice el poeta; y éstas son sus primeras palabras– es un país lleno de fuerza, de empuje, de vida. Una de las pocas naciones de Occidente que todavía tiene que decir algo al mundo.
Le miro al fondo de los ojos. Sólo veo sinceridad y nostalgia.
–Entre los años más felices de mi vida están los que pasé en España. Viví en Madrid en una casa de Argüelles, frente a la que tuvo Pérez Galdós. ¿Sigue allí todavía? ¿Leen los jóvenes a Galdós? [...]
»Desearía volver a España. Desearía sentir a España. Pasear por las viejas calles conocidas, descubrir otra vez rincones olvidados.
Ahora empieza Neruda a escuchar lo que digo. Se estira la conversación hacia la cultura europea. No estamos solos. Con nosotros, junto al fuego, un poeta brasileño: Thiago de Mello. Se envuelve en un poncho indio. Hay algo de sincera elementalidad en su mirada que me despierta viva simpatía. Su mujer se sienta a su lado. Nos acompañan también Iverna Codina, autora de una novela célebre: Detrás del grito; la argentina Alicia Eguren, pantalones grises, muy bella, que hace versos y se dedica a la política a favor de Perón; y Margarita Aguirre. Suena la voz de Pablo Neruda. El poeta dijo, en un dramático poema, que Lorca tenía la voz de naranjo enlutado. La de Neruda es voz de flor silvestre, de apretada arcilla, rumor de mil olas dispersas. Al recitar produce un raspón de carne viva, como si se arrancasen raíces de la tierra seca.
Azota el mar los ventanales sobre la roqueda gris y verde. Se escucha el prolongado silbo del viento. La sala en la que estamos tiene algo de musgo del mar. Media docena de grandes mascarones de proa cuelgan de las paredes. Todo es de madera y de cal. Madera cobriza con brillos de metal. Libros viejos en estanterías bajas, en estanterías altas al término de una escalera estrecha. Una larga mesa de madera. Sillones grandes, tapizados de piel de llama blanca y leonada. Una chimenea bellísima de piedras redondas sin desbastar, amontonadas en desorden. Timones, conchas, caracolas, cuerdas, barcos de madera y de sueños, faroles, mil cosas marinas diversas, un enorme ángel casi en el techo que parece, con su larga trompeta, anunciar el Juicio Final. Toda la estancia es original y reina el buen gusto hasta en los más mínimos detalles. Nada hay vulgar. Tiene la sala un aire de íntima cueva primitiva; sabor salino a barco de vela; un clima denso un poco dramático, como de escenografía teatral, como si esta misma tarde tuviera que pasar aquí algo.
[Un informe pericial concluye que Pablo Neruda murió envenenado y no a causa de un cáncer]
Se pasea Neruda de un lado a otro mientras suena su voz lenta y triste. Yo escribí una vez que vive como un burgués adinerado y fui injusto. Vive como un poeta. Su casa es la de un poeta, y sus muebles y sus objetos queridos y el pedazo de océano Pacífico que se mete hasta la entraña de su hogar.
Llega Matilde, la mujer de Pablo Neruda, dulce y rubia, la que tiene el cuerpo de avena tostada. Nos sirve chicha de manzana. Pablo la abraza. ‘Crecen en mi corazón tus raíces de trigo’. Ella sonríe. ‘¿Por qué se me vendrá todo el amor de golpe, cuando me siento triste y te siento lejana?’”.
Hasta aquí, la primera parte del artículo que escribí hace sesenta años en una época en la que sólo citar a Neruda era anatema para el franquismo reinante.