Me llamó Marco Polo al periódico para decirme: “No te puedes perder la dirección que hace Adolfo Marsillach de mi traducción del Tartufo. Deja en pernetas a López Rodó y a toda la tecnocracia”. Marco Polo era Enrique Llovet, un intelectual de cultura excepcional, que dejó estupefacta a la Redacción de ABC aquel día en que telefoneó desde Bagdad: “Estad preparados con el Rey Faisal. Lo asesinan esta tarde”. Y así fue. Aquel día, 14 de julio de 1958, se fracturó la historia del Oriente Medio, Irak en ebullición, con el asesinato del Rey hachemita, descendiente de Fátima, la hija de Mahoma.
Naturalmente, le hice caso a Marco Polo y me fui al teatro de la Comedia, creo. Era 1969, y todavía me estoy riendo de aquel Tartufo en el que Marsillach se burlaba de la clase tecnocrática y de la hipócrita religiosidad de algunos que solo buscaban el poder político y forrarse los bolsillos. En 1978, ya en democracia, Marsillach reprodujo el Tartufo debelador, esta vez como actor, y con menor fortuna.
Advertí entonces la grandeza teatral de Molière, aunque aquella farsa había sido retomada y tal vez deformada con fines políticos. “Todos alaban a Molière para robustecer sus propósitos”, había escrito Mijaíl Bulgákov en la biografía que escribió sobre el autor de El enfermo imaginario, en la que advierte sobre la influencia de Gassendi, el gran matemático y filósofo. Molière exaltó a la juventud, rechazó la pedantería, la presunción, la erudición a la violeta, la beatería, la religiosidad hipócrita y la injusticia política. Jamais par le force on n’entre dans coeur, escribió. Shakespeare en Inglaterra, Cervantes en España, Goethe en Alemania, Dante en Italia, Dostoievski en Rusia, Basho en Japón, Tagore en la India, Li Taipe en China, forman junto a Molière en Francia la cabeza literaria del mundo moderno y contemporáneo.
Padre de la Comédie Française, Molière no podía imaginar que sus estatutos los firmaría Napoleón en el palacio del Kremlin cuando sus tropas ocupaban Moscú. El dramaturgo más destacado de la literatura francesa, que celebra ahora los cuatro siglos de su aniversario, rendía culto al idioma: “La grammaire –escribió en Les femmes savantes– qui sait régenter jusqu’aux rois, et les fait, le main haut, obéir à ses lois” (La gramática que, incluso, gobierna a los reyes y les obliga, mano en alto, a obedecer sus leyes). Inventó Molière la expresión “La República de las Letras” y sabía que la oscuridad caería sobre los grandes personajes políticos y económicos de su época, y que en cambio la Historia inmortalizaría a los escritores y a los artistas. Nadie o casi nadie recuerda en España el nombre del todopoderoso ministro de Hacienda de Felipe III que encarceló a Cervantes. Pero hasta las ranas del estanque del Retiro conocen el nombre del autor del Quijote.
Y ahí está Jean Baptiste Poquelin, al que llamamos Molière, tan vivito y coleando, con su profundo conocimiento de la psicología humana, escudriñando siempre las pasiones, las envidias, las miserias, las alegrías, las tristezas y los sentimientos de los hombres y las mujeres. Parece como si contemplara la situación política española actual cuando escribió en El misántropo: “La parfaite raison fuit toute extrémite et veuxque l’on soit sage avec sobrieté”. (La equilibrada razón huye de todo extremismo y anhela la prudencia moderada). Y acierta al sentenciar: “Qui trouve toujours l’art de ne vous rien dire avec degrand discours”. Se refiere al político que domina el arte de no decir nada con su verborrea incesante. “Un sot savant est plussot qu’un sot ignorant”, un tonto ilustrado es más tonto que un tonto ignorante, sentenció en Les femmes savantes.