Mercedes Gómez-Pablos lejana como oscura corza herida
Pablo Neruda hubiera cortado jacintos para su lecho, y rosas. Lo he escrito en alguna ocasión, tras sentir la emoción de la pintura desgarrada de Mercedes Gómez-Pablos: sus abstractos resueltos en azules, manchados a la espátula, los rojos derrotados, los sepias temblorosos, los despiadados negros, son como un grito del alma. Tienen sabor a Miguel Hernández. Se hermanan con el rayo que no cesa, zarandeados por el viento del pueblo.
La pintora, ante la decadencia imparable de las galerías, ha tenido el acierto de colgar sus cuadros en una boutique madrileña de éxito -Devernois- acollonando con su paleta a los colores de los vestidos y los accesorios. Todo un espectáculo. Alguien dijo que las puertas de Gómez-Pablos y las obsesivas ventanas entreabiertas no se sabe bien si conducen a la gloria o al infierno. La pintora que se prendó de la sabiduría, cruz y raya, de Pepe Bergamín, acompañó al poeta hasta su muerte en el País Vasco, mientras el cielo lloraba a lágrima viva sobre su corazón amortajado. En el pozo de la angustia, el autor de Cristal del tiempo se agarró a la pintora como a un clavo ardiendo y sintió con ella la música callada de los colores, su soledad sonora.
Si hubiera que señalar a las cinco pintoras españolas más sobresalientes de la actualidad, encabezadas por Alicia Framis, una de ellas sería Mercedes Gómez-Pablos. Tras sesenta años de vivir amarrada a los pinceles, tiene rendida a sus pies a Francia. Y, además, su éxito no conoce las fronteras, extendido desde Chile a Estados Unidos, desde Argentina a la Gran Bretaña, y eso a pesar de su negativa a integrarse en los circuitos que controlan el arte para mantener siempre, desde la indeclinable independencia, su pasión creadora. Atraviesa la pintura de vanguardia un periodo incierto.
Se debate entre las instalaciones, el hiperdramatic y las provocaciones a veces tan cerriles, tan necias en ocasiones, que han provocado el desdén de Vargas Llosa, el escritor en español más influyente del mundo. Los eruditos a la violeta, los burgueses nuevos ricos, que quieren aparentar conocimiento de la pintura, elogian, aromados de cursilería, todo lo que piensan que es vanguardia. Pablo Picasso me dijo durante un almuerzo en París, junto a Luis Miguel Dominguín: "Cuadros abstractos los hay excelentes, los hay mediocres y los hay pésimos. No se puede elogiar un cuadro solo porque sea abstracto". La abstracción estaba ya en decadencia. Y el genio malagueño solo valoraba a los que sabían distinguir entre la calidad y la podredumbre. No estoy seguro, por cierto, de que admirara a Wassily Kandinsky, aunque se refirió con deferencia a su libro Punkt und linie zu fläche.
Desde Camilo José Cela a Francisco Umbral, pasando por los nombres cimeros de la crítica de arte, Mercedes Gómez-Pablos ha cosechado el elogio a su creación pictórica que, después de tantos años, conserva en plenitud su fuerza expresiva y su rigor liminar. Por encima de los envidiosos de turno, de los excluyentes ideológicos, de los cretinos sabelotodo, Mercedes Gómez-Pablos figura hoy para la crítica internacional, y así lo escribí hace cuatro años, en el grupo de cabeza del arte español, "sobre el mismo filo de la última vanguardia, en el borde de las instalaciones, entre las vides abiertas de la ebriedad, agitada por los sarmientos nuevos de la pasión fugaz".
Y no, no se arrepentirá el aficionado a la pintura que acuda a Devernois. Allí le espera, lejana como oscura corza herida, conforme al verso lorquiano, Mercedes Gómez-Pablos y lo más granado de su obra.