Apoteosis de Jackson Pollock en la impresionante exposición que la Royal Academy of Arts de Londres ha organizado en colaboración con el Guggenheim bilbaíno. Picasso decía que Leonardo tenía razón, que la pintura es una cosa mental y el expresionismo abstracto se resume en “el intento de concretar la esencia de las cosas; de abandonar el tema para buscar la pura esencia; de remontarse en un esfuerzo tenaz a la primera célula engendradora del cosmos”. Para el inolvidado Cirlot, el abstractismo es “el arte producido por la insurrección desbordante del principio de expresión”.
Picasso no sentía entusiasmo por la obra pictórica de Kandinsky pero reconocía la influencia que tuvo su libro Punkt und Linie zu Fläche. Elogiaba a Rouault y, sobre todo, a Kokoschka, figura sobre la que reflexionó sagazmente Hans Platschek. Tristán Tzara, que se desgarró de nostalgia en la casa construida para él por Adolf Loos, dedicó versos indeclinables a las manifestaciones liminares del abstractismo. Kafka se quedó perplejo y escribió: “Yo soy un pájaro del todo imposible, soy un grajo”.
Y bien. La quincena de cuadros de Pollock -electrizante sus Ojos en el calor- que se exhiben en Bilbao desborda el expresionismo abstracto. La calidad de Rothko, que nadie discute, se queda atrás. Impresionantes los cuadros de Kline, de clara influencia sobre nuestro Zóbel. Sobresaliente Clyford Still. Conmocionan Lee Krasner, Gorky, Janet Sobel con su estimulante Ilusión de solidez; Willem de Kooning, fallecido en 1997 en gloriosa ancianidad; Sam Francis, Joan Mitchell, Jack Tworkov, Norman Lewis, un Warhol diferente en su Pintura con hilos; Mottherwell, El parnaso de Mark Tobey; sin olvidar una fotografía asombrosa, la Patinadora artista del albanés Gjon Mili. La gloria del expresionismo abstracto, en fin, en las salas del Guggenheim bilbaíno.
Se ha subrayado por la crítica más avezada la influencia de Miró sobre el expresionismo abstracto, de manera especial sobre la llamada escuela de Nueva York. Tal vez haya algo de exageración en esa afirmación, aunque resulta innegable la presencia del gran pintor catalán en algunos de los más destacados representantes de la escuela neoyorquina.
España, por cierto, no anda a la zaga en la expresión abstracta. Recuerdo de la época en que hice crítica de arte lo que escribí sobre el entonces incipiente grupo El Paso con Saura, Millares, Canogar y Feito. Y la fuerza del gran Viola, la obra de Oteiza, Zóbel, Chillida, Chirino, Ferrant, Gómez Pablos y, sobre todo, entre tantos pintores y escultores de relieve, el Tàpies definitivo que se ganó la admiración de las vanguardias del mundo. Mención especial para Miquel Barceló, que pintó en el techo de la Sala de los Derechos Humanos, Palacio de las Naciones Unidas de Ginebra, la capilla sixtina del arte abstracto.
No tengo mucha esperanza de que Rajoy acuda a Bilbao a emocionarse con la exposición definitiva que allí se ofrece voraz. Pero no estaría de más que su entorno asesor le convenciera de que alguna vez debe ocuparse de la cultura asistiendo al teatro, pisando la alfombra roja de películas de especial significación o recorriendo exposiciones que enaltecen la presencia cultural de España en el mundo. Porque nuestra nación se mueve entre el puesto doce al quince de las potencias económicas, pero en el universo de la cultura ocupa el tercero o cuarto lugar y junto a los países iberoamericanos disputamos el lugar de cabeza al mundo anglosajón.
Es verdad que, en las vanguardias artísticas, a veces demasiado politizadas, hay, como ha escrito Vargas Llosa, algunas tomaduras de pelo y no pocas camelancias. Pero muchos artistas han sabido poner un espejo delante de la sociedad que vivimos, lo mismo que hicieron los pintores del Renacimiento o los del impresionismo. Hay cuadros abstractos pésimos, claro, los hay mediocres y pasajeros, pero también, como en la exposición del Guggenheim, obras maestras de las que se hablará dentro de tres siglos como hoy cuando nos referimos a Miguel Ángel o a Tiziano.