Juguetes antiguos
El juguete antiguo es, además de un juguete, muchas cosas más, es nostalgia y drama y ternura e historia y fondo de meditaciones y sensaciones sin cuento
Y o hubiera sido un buen coleccionista de juguetes antiguos, pero no se puede ser coleccionista de todo. Mi casa está llena de exiguas colecciones incompletas e, igualmente, tengo algunos juguetes antiguos, aunque pocos. Pero éstos me apasionan. En Londres, en París, en Zurich, en Viena he descubierto tiendas especializadas, todas pequeñas, pero exquisitas. Porque estas tiendas, en general, son de algunos propietarios ricos, que tienen este hobby refinado -para reducir sus impuestos- al cargo de una dama políglota y mundana, que hasta puede ser un "lío" camuflado o su propia señora. Los juguetes antiguos son difíciles de falsificar. Por eso cuestan lo que un trasplante de riñón. El juguete antiguo es, además de un juguete, muchas cosas más, es nostalgia y drama y ternura e historia y fondo de meditaciones y sensaciones sin cuento. Mis impresiones más melancólicas de chico me las procuraron el circo y los juguetes antiguos. Siempre recuerdo -tendría como unos doce años- el descubrimiento en el fondo de un baúl, durante la partición de una herencia, de un polichinela romántico. Era de aquellos que, apretándoles en la barriguita de muelle, tocaban los platillos. Su traje era de auténtica seda roja y amarilla. Era una momia de polichinela y asimismo la momia del pasado de unos niños muertos, de unas alegrías apagadas hacía mucho tiempo. Sucedía esto en una tarde oscura, y los parientes codiciosos pululaban por las estancias casi desmanteladas. Yo rescaté a mi polichinela antiguo y lo guardé como oro en paño. Pero seguía causándome una melancolía sin límites y, en algún momento, me hizo sentir miedo.He tropezado en mi vida con juguetes antiguos que nunca olvidaré. Han sido encuentros impactantes. En casa de mi suegra, en Auxerre, Francia, se gozaba de un amplio jardín o semiparque, con árboles enormes, como para que los pintase Corot, y al que por las tardes llegaban como una brisa los lejanos clarines de la guarnición, cosa que para el escritor Giraudoux resumía algo muy fino y melancólico, que sólo se puede sentir en la "province" francesa. Yo también aspiraba allí ese perfume de la vieja Francia con delectación. Y, una de esas tardes, en que los clarines del cuartel sonaban a lo lejos y también se escuchaban las campanas de la catedral, subí a las mansardas de la casa para ver cosas viejas. Esas cosas viejas y arrumbadas que tampoco se quieren tirar y allí viven como en un destierro. Mi suegra me había dado la llave, sabiendo lo que me gustaban, y aún no conocía aquellos limbos. Las viejas familias francesas son muy conservadoras -de lo contrario, ni serían familias ni serían francesas- y allí encontré casi intacto y bien conservado el vasto arsenal de juguetes de unos antepasados suyos. O de ella misma, convertida ya en "antepasada", pero no, eran mucho más antiguos. En uno de los más bonitos constaba una fecha, la de 1850, cuando finalizaba el romanticismo. ésta era una tienda de comestibles, con su mostrador, sus anaqueles y toda una serie de objetos anecdóticos, además de unos "épiciers" gordos y sonrientes, marido y mujer, modelados y pintados como si los hubiera concebido Daumier. Con ningún objeto corriente se podía evocar el mundo antiguo de los niños como con aquel. Niños educados severamente, a la hugonota, que guardaban casi intactos los juguetes, y que pudieron morir muy pronto de pura obediencia a la muerte. La semipenumbra, el sol poniente entre los árboles, la brisa de la tarde que entraba por las ventanas abiertas para que aquello se ventilase, creaban el más propicio clima enfatizador de esa melancolía tan específica -parecida en cierto modo a la que evocaba Giraudoux- que me transmitían los juguetes antiguos. Y también los libros, los cuentos de la condesa de Segur, de madame d’Aunloy y de otros autores desconocidos. Libros de lujo y de regalo, con ilustraciones de grabados en boj, en donde muchas niñas "buenas", con calzones hasta el tobillo debajo de la falda, departían sensatamente con el demonio. Sí, esto era cosa singular. El demonio aparecía mucho en los cuentos infantiles de entonces. Era el mejor recurso -cristiano- para estremecer. No me atreví, por pudor, a pedirle a mi suegra que me regalase aquellos bienes y, por ello, los recordaba a menudo y reclamaba volverlos al ver. Me remitían a toda la literatura francesa de aquel tiempo y a esos autores que tanto me gustaban, a Flaubert, a su protegido Maupassant -del que se murmuró que era su hijo- a los Goncourt y al viejo Gautier, y también a Labiche y a todo "el boulevard". Eran en pequeño una historia de Francia, de su evolución hasta ese momento, en que todo se había convertido, resumido, en juguete.
En el Village de Nueva York también encontré una tienda de juguetes de colección -allí hay, sin lugar a dudas, muchas más- en la que me encapriché de una alcancía de hierro fundido, en forma de casa de banca, dividida en dos partes que se atornillaban. Me costó un precio de escándalo y hasta me lo reprocharon los amigos. "Con ese dinero podías pasar una semana en San Francisco sin privarte de nada". Pero no podía encontrarse objeto más americano. En aquel banco del Oeste, con puerta y miradores góticos muy simplificados, los americanitos ahorrativos habían depositado allí sus primeros dólares. También era muy antiguo y hubiera podido ser juguete de Poe, de Melville o del propio Henry James, que es al que mejor le iba, quizá por ser niño altoburgués y bostoniano, niño de bota negra y sombrero de marino -que entonces eran como sombreros de ala ancha- con cintas colgantes.
El juguete antiguo es una enciclopedia minimal pero intensa. Sus formas son certeros resúmenes de los grandes objetos, humildes y grandes obras de arte.