Siento una irresistible simpatía por la figura y no solo por la obra de Eduardo Mendoza. Siempre leo con afición las entrevistas que le hacen, así que disfruté mucho la de Nuria Azancot en esta misma revista, dos semanas atrás. Me encanta oír decir a Mendoza, tan campante, cosas como “Sigo siendo un bocazas”. Y lo que más gracia me hace es que sea verdad.
Lo de irse de la boca es algo a lo que Mendoza tiende muy especialmente cuando de la novela se trata. Me refiero a la novela en cuanto género, no a sus novelas en particular. Hace ya un montón de tiempo que en una entrevista se le ocurrió hacer al respecto unas declaraciones que hicieron mucho ruido, y desde entonces se ha quedado enredado en el asunto, ocurriendo que los periodistas, que se chivan unos a otros los sambenitos que le cuelgan a cada uno, nunca dejan de interrogarlo al respecto. Para colmo, el mismo Mendoza, tratando de poner un poco de orden en la algarabía que produjeron sus afirmaciones sobre “la muerte de la novela”, terminó de liarla con un no menos sonado artículo que se titulaba, nada menos, “La novela se queda sin épica”. Y de entonces ahora.
Eduardo Mendoza es para mí un paradigma de la sensatez. Por disparatado que sea lo que dice, lo dice con tan poca solemnidad y convicción, que uno no puede menos que sentirse en ridículo por haber empleado tanta vehemencia en sus argumentos.
[Eduardo Mendoza: "La Novela con mayúsculas está muerta, anda por ahí como un zombi, harapienta"]
En su entrevista, Nuria Azancot volvía a la carga: “Y hablando de novela, ¿realmente cree que está muerta?”.
A lo que Mendoza, siempre educado y temerario, respondía con estas palabras, que sirvieron para titular la entrevista entera: “Se siguen escribiendo novelas, algunas muy buenas. Pero La Novela, con mayúscula, muerta está. Anda por ahí, como un zombi, harapienta, polvorienta y con riesgo de ser devorada por el colectivo de los académicos. Este diagnóstico no tiene nada de apocalíptico. Se sigue escribiendo y leyendo, como siempre, o quizá más. El debate es bizantino”.
La Novela con mayúscula, como la Gran Novela Americana o la Gran Novela sobre Barcelona, es un mito cultural, un Santo Grial
Así es, en efecto: bizantino. Ya que los términos empleados son tan lábiles que resulta poco menos que imposible sostener algo con cierta firmeza.
Pues, ¿qué demonios es eso de “la Novela con mayúscula”? ¿Quién se propuso nunca tal cosa y en qué dimensiones se mide o se encarna? ¿En la de la extensión? ¿En la de la ambición? ¿En la de la calidad? ¿En la de la complejidad? ¿En la de la temática escogida?
¿Qué debemos entender por Novela con mayúscula? ¿Novelones como Middlemarch, como Moby Dick, como Guerra y paz? ¿Como En busca del tiempo perdido o La montaña mágica? Pero, en ese caso, ¿no están ahí, a la vuelta de la esquina, novelas como La broma infinita, como 2666, como Mi lucha, como El cuarteto estacional?
¿Cabe pensar que las novelas de escritores como V. S. Naipaul, Philip Roth o J. M. Coetzee son menos ambiciosas y complejas que las de Fiodor Dostoievski, Virginia Woolf o Joseph Conrad?
¿A cuántas novelas del XIX, supuestamente el siglo de oro del género, les cabe ser comparadas con La metamorfosis de Kafka? ¿Tiene sentido la comparación?
La Novela con mayúscula, como la Gran Novela Americana o la Gran Novela sobre Barcelona, es un mito cultural, un Santo Grial que idealiza y sublima las corrientes copas de vino, ya sean industriales o de cristalería, en que todos solemos beber a diario. Así fue desde su origen, burlesco y accidentado. ¿O se pensó Cervantes con el Quijote que estaba escribiendo una Novela con mayúsculas, él, que llamó “novelas” y calificó de “ejemplares” a un puñado de cuentos y retales narrativos?
Puede, por otra parte, que la novela sea un género surgido, precisamente, para derribar todas las mayúsculas.