Como toda historia (incluida la Historia, con mayúscula), también la cultural suele tener, además de sus protagonistas, un amplio plantel de actores secundarios. Por lo que toca a la que se conoce como Era del Jazz, los Felices Años Veinte, entre sus grandes actores secundarios se cuentan Gerald y Sara Murphy, “los Murphy”, una pareja de ricachones norteamericanos que desempeñaron un papel nada desdeñable en los tráficos artísticos y literarios de aquella década.
Su nombre suele ser recordado por haber sido la pareja en que se inspiró Francis Scott Fitzgerald para escribir Suave es la noche. Pero aparece también en las páginas de París era una fiesta, de Ernest Hemingway (que a su vez se inspiró en ellos para escribir El jardín del Edén), así como en un montón de biografías y libros testimoniales de la época.
Como ocurre casi siempre con los actores secundarios, su figura es rescatada del olvido cada cierto tiempo, como un hilo del que se estira para evocar, desde una perspectiva poco frecuentada, a veces sorprendente, el mundo al que pertenecieron.
Eso es lo que hace Calvin Tomkins, cronista cultural y crítico de arte (conocido por estos pagos por ser el autor de la espléndida biografía de Marcel Duchamp publicada en su día por Anagrama), en un librito recién publicado por Alpha Decay que constituye, sobre todo, un tributo de admiración y de amistad. Lleva por título un predicado espléndido: Vivir bien es la mejor venganza (un epigrama del poeta inglés del siglo XVII George Herbert), y fue publicado primero como reportaje en The New Yorker, en 1962, y más tarde, ya en forma de libro, en 1974, con algunos materiales adicionales.
Los Murphy eran unos pijos de tomo y lomo, sí, pero, aupados sobre su fortuna, acertaron en la dirección que supieron dar a sus aficiones e inquietudes
Además de ricos, los Murphy eran atractivos, estilosos, inteligentes, cultos, dadivosos, glamurosos, magnéticos. Unos pijos de tomo y lomo, sí, pero que, aupados sobre su fortuna, acertaron en la dirección que supieron dar a sus aficiones e inquietudes, con las que marcaron tendencias, no solamente indumentarias. Entre ellas, la de los veraneos en la Costa Azul, donde el chalet que compraron y remodelaron cerca de Cap d’Antibes, Villa América, fue polo de atracción de una deslumbrante comitiva de celebridades, entre las que se cuentan los ya mencionados Hemingway y Fiztgerald (con Zelda), y además Picasso, cómo no, y Léger y Cocteau y Dos Passos y Diaghilev y Dorothy Parker y Stravinski y el largo y previsible etcétera que, como la cola de un cometa, acudían a sus legendarias fiestas.
Su posición privilegiada no dejó de suscitar resentimientos, que ellos sobrellevaron con elegante resignación. En sus frecuentes borracheras, a Fitzgerald le daba por increparlos y montarles numeritos, mientras que en sus memorias póstumas Hemingway se refirió a ellos —esos “ricos bastardos”— con violento desdén.
La estrella de los Murphy declinó en los años 30, cuando la tragedia se cebó con ellos: dos de sus tres hijos murieron prematuramente, la fortuna familiar amenazó con la quiebra y la relación de pareja se deterioró.
El librito de Tomkins tiene el valor añadido de reivindicar y —para muchos— descubrir la singular obra pictórica de Gerald Murphy, quien durante los años 20, contagiado del ambiente de creatividad del que él mismo participó y que contribuyó a alimentar, pintó un puñado de cuadros notables. Apenas suman una docena y media, de los que solo siete han sobrevivido, pero revelan un arte minucioso y obsesivo, bastante personal, que, integrando las influencias muy reconocibles del cubismo y, sobre todo, de Fernand Léger y el “maquinismo” de aquellos tiempos, anticipa audazmente elementos del pop art. Pese a lo cual, cuando el mismo Calvin Tomkins preguntó a Murphy, poco antes de que muriera, por qué había dejado de pintar, respondió sin acritud: “El mundo está lleno de cuadros de segunda fila”.