Dado que lo he visto hacer a otros, no me da apuro confesarlo: soy de esos a los que, mientras leen, se los ve a cada rato pasar las páginas que restan para terminar ya sea el capítulo o el libro entero que los ocupa, en un incesante ejercicio de cálculo que no sabe uno si atribuir a la impaciencia o a la ansiedad, al aburrimiento o a la angustia o a la codicia, pues el gesto puede obedecer a estas o a cualesquiera otras motivaciones. El caso es que, al menos para mí y para quienes se comportan como yo, el gesto en cuestión forma parte del “acto” de la lectura, a tal punto de que no se me ocurre cómo se las arreglan quienes leen en soportes digitales. Sí, ya sé que en los e-books hay barras de progresión y contadores de páginas que permiten hacerse también, con idéntica o aun mayor precisión, una idea de los avances de la propia lectura y de la cantidad de páginas que a uno le quedan por leer. Pero no es lo mismo, no es lo mismo. No hay nada equivalente a ese apresurado pasar las páginas –como el de quien cuenta un fajo de billetes–, ni a esa estimación experta que uno hace del tiempo que le queda aún por emplear para dar término, como digo, a aquello que está leyendo.
Me da hoy por pensar que es éste un asunto al que no suele prestarse la atención que merece. Me refiero ahora al modo en que el cálculo de las páginas que quedan por leer condiciona la expectativa del lector acerca de lo que está leyendo. Sólo en Walter Benjamin y en su impagable Dirección única he encontrado un pequeño apunte relativo a esta cuestión. No resisto la tentación de copiarlo: “El número de página pende sobre los personajes de una novela como un reloj vital en el que los segundos se escurren a toda prisa. ¿Qué lector no le ha echado, al menos una vez, un vistazo rápido y temeroso?”.
Eso mismo me pregunto yo: ¿qué lector no echa de vez en cuando ese vistazo?
El placer de la lectura amenazado por la implacable certeza de su acabamiento. o por su urgencia. y, en el mejor de los casos, ese reflejo infantil de volver a empezar, de que la historia empiece de nuevo
Se trata, en definitiva, de un factor común a todas las artes narrativas. Común, de hecho, a todas las artes discursivas, si bien aquí pienso sólo en las narrativas. El cine, por ejemplo. Sentado en su butaca, el espectador estima que lleva más de una hora de película, quizá dos, así que el desenlace no puede tardar en llegar. Por muy fenomenal que sea el enredo de la historia que sucede en la pantalla, por muy incierto que sea su desenlace, el tiempo transcurrido impone la inminencia del final, y esa inminencia influye en las expectativas del espectador. Del mismo modo que, pasados apenas diez minutos desde que la película comenzara, la muerte del protagonista es una posibilidad prácticamente descartada, por graves que sean los peligros que corra, así también, cuando han transcurrido cerca de dos horas, la posibilidad de su muerte –pongamos por caso– se vuelve mucho más aceptable. En cualquier caso, “no va más”, como se dice en las mesas de ruleta. Los minutos que faltan penden sobre los personajes “como un reloj vital en el que los segundos se escurren a toda prisa”. Ese reloj funciona, implacable, en la mente del espectador, de forma más o menos consciente, pero siempre determinando su actitud.
Las páginas de un libro cumplirían, así, la función de la esfera del reloj. Aunque en este caso resulta más apropiada la metáfora del reloj de arena, y entonces las páginas serían como los granos que se cuelan de una bombilla a otra. El reloj de arena que antiguamente acompañaba a las representaciones de san Jerónimo o que portaban las alegorías de la Muerte. De la muerte, sí, pues de eso se trata, en última instancia.
El placer de la lectura amenazado por la implacable certeza de su acabamiento. O por su urgencia. Y, en el mejor de los casos, ese reflejo infantil de volver a empezar, de que la historia empiece de nuevo. De que se dé la vuelta al reloj de arena. De que nada termine. De que no haya final.