Antes era a los 10, a los 25, a los 50, a los 100 años, pero en la actualidad cualquier cifra más o menos redonda, o simplemente ovoide, sirve de pretexto para toda suerte de conmemoraciones. El periodismo cultural adora los calendarios. Así, los 80 años transcurridos desde el suicidio de Walter Benjamin en Port Bou, el 26 de septiembre de 1940, han dado pie a numerosos recordatorios de su figura y de su trágico destino.
En la actualidad, la presencia de Benjamin en la cultura y en el pensamiento contemporáneos es tan conspicua que uno casi comprende a quienes dicen estar hasta el gorro de él. Pero basta tomarse el trabajo de abrir cualquiera de sus libros, preferiblemente –si sólo de hojearlos se trata– los que reúnen sus apuntes y ensayos breves, para enseguida sentir el impulso de quitarse ese mismo gorro y reverenciar una inteligencia que supo leer la sociedad que habitamos con tal agudeza que sus observaciones y sus diagnósticos conservan, un siglo después, toda su validez.
No es tanto que anticipara lo que estaba por ocurrir como que su mirada resulta tan penetrante que atraviesa la superficie del presente, adivinando el esqueleto que lo articula. Y así, discurriendo sobre la inflación alemana, se le ve decir cosas como: “Se está perdiendo la libertad de conversación […] No se trata tanto de las preocupaciones y penurias de cada cual, como de consideraciones sobre la situación en general. Es como si estuviéramos presos en un teatro y tuviéramos que seguir, nos guste o no, la obra que transcurre en el escenario; como si, nos guste o no, tuviéramos que convertirla todo el tiempo en objeto de nuestros pensamientos y palabras”.
Walter Benjamin supo leer la sociedad que habitamos con tal agudeza que sus observaciones y diagnósticos conservan, un siglo después, toda su validez
¿Les resulta familiar esta circunstancia?
En el mismo librito, ese cofrecillo de joyas que es Dirección única, de 1926, se lee poco después –esta vez a propósito del ya entonces pronosticable declive de la importancia que el libro impreso venía manteniendo desde la invención de la imprenta–: “La escritura, que había encontrado en el libro impreso un refugio en el que vivir una existencia autónoma, se ve arrastrada inexorablemente a la calle por la publicidad y sometida a las brutales heteronomías del caos económico. He ahí la severa iniciación de su nueva forma […] el cine y la publicidad empujan por completo a la escritura a la dictadura de la verticalidad. Y antes de que el hombre de nuestros días logre abrir un libro, por sus ojos pasa un torbellino tan denso de letras de colores que se mueven y compiten entre ellas que las posibilidades que tiene de adentrarse en la tranquilidad arcaica del libro se ven reducidas. Las nubes de langostas de la escritura, que ya hoy eclipsan el sol del supuesto espíritu a los habitantes de la gran ciudad, se harán cada vez más densas en los años venideros”.
De nuevo un relámpago a cuya fulminante luz parece verse todo por un instante.
Benjamin fue aficionado a urdir pequeños tratados, divididos generalmente en trece tesis, en los que, haciendo uso de la ironía, instruye al lector sobre los más variados asuntos: el arte de escribir, el de fabricar mamotretos, el de hacer reseñas, el de alcanzar el éxito. A propósito de este último dice: “El éxito es hoy enteramente obligatorio, y por lo mismo ya no representa una añadidura, como antes”.
Pero es en otra anotación suelta donde encuentro el estupendo pasaje que me ha movido a escribir esta columna. Va sobre la pretendida integridad de tantos escritores contemporáneos, y la penosa situación a que los aboca: “Gran parte de los periodistas, novelistas y literatos están dispuestos a hacer concesiones de toda índole. Sólo que no lo saben y éste es justamente el motivo de sus fiascos. Porque, como no lo saben o no quieren saber que están a la venta, no son capaces de tomar sus opiniones, experiencias y formas de conducta, y separar las partes que interesan al mercado. Antes bien, buscan su honor en el hecho de ser por entero ellos mismos en cualquier cosa. Como sólo se quieren vender ‘en una pieza’, resultan exactamente tan inutilizables como una ternera que el carnicero sólo quiere vender entera a su clienta”.