Albert Camus y André Gide
En un texto escrito con motivo de la muerte de André Gide (“Encuentros con André Gide”, 1951), Albert Camus recuerda cómo un tío suyo le dio a leer, cuando apenas tenía él dieciséis años, Los alimentos terrenales, diciéndole que ese libro iba a interesarle. Recuerda cómo lo leyó “confusamente”, y lo “oscuras” que le parecieron todas aquellas invocaciones. “Me atasqué con ese himno a los bienes naturales. En Argelia, a los dieciséis años, yo estaba saturado de esas riquezas, y deseaba otras, sin duda”. Camus devolvió el libro a su tío diciéndole que le había interesado, en efecto, y enseguida regresó a las playas, a los estudios, a sus lecturas, a la vida no exenta de dificultades de un adolescente crecido en la miseria. Aquel primer encuentro resultó fallido.
Años después, ya entrado en la veintena, Camus emprendería la lectura sistemática de Gide y, al retomar Los alimentos terrenales, reconocería en el libro, esta vez sí, ese “evangelio del desnudamiento” al que entretanto se había hecho mucho más receptivo. Pero tampoco entonces se sintió particularmente atraído por él.
Por esas fechas Camus está escribiendo los textos reunidos en Bodas(1938), cuya belleza e intensidad compiten abiertamente con las de Los alimentos terrenales, pues se trata en definitiva del mismo paisaje, de un semejante deslumbramiento, y del fervor a que da lugar.
"Las reticencias del joven Camus hacia el viejo Gide (se llevaban44 años) comienzan con la susceptibilidad del aborigen respecto a la mirada idealizadora y depredadora del viajero y turista sexual"
En uno de los textos de Bodas, “El verano en Argel”, Camus observa a un grupo de jóvenes desnudos en la playa, constata lo felices que se sienten al sol y piensa en “la importancia que tiene esta costumbre para nuestra época”. “Por primera vez después de dos mil años, el cuerpo se ha desnudado totalmente sobre las playas. Desde hace veinte siglos los hombres se han propuesto tornar decentes la insolencia y la ingenuidad griegas, disminuyendo la carne y complicando el vestido. Hoy, por encima de esta historia, las carreras de los mozos por las playas del Mediterráneo renuevan los gestos magníficos de los atletas de Delos”.
El pasaje entero, con su arrobamiento no exento de cursilería, podría haberlo escrito Gide; pero Camus, al reflexionar sobre el esplendor reconquistado de los cuerpos y su promiscuidad, añade la siguiente nota (la única de todo el libro, de hecho): “¿Puedo incurrir en el ridículo de decir que no me gusta la manera como Gide exalta el cuerpo? Le pide que retenga su deseo para hacerlo más agudo”.
Nuevamente, la casi invencible reserva del joven Camus hacia el viejo y consagrado maestro, que con tan-to esfuerzo hubo de liberarse de una conciencia puritana de la que Camus nunca fue prisionero.
Y sin embargo Camus fue muy probablemente, entre todos los de su generación, el escritor que mejor tolera ser señalado como el heredero de Gide, en un plano tanto literario como moral e incluso político; el que, hasta cierto punto, vino a llenar en la posguerra mundial el lugar que Gide había ocupado en la cultura francesa de entreguerras; el que acertó a ejercer entre los más jóvenes un más parecido ascendente.
Y eso que en vida apenas tuvieron contacto. Y que el contraste tanto de sus obras como de sus respectivas personalidades y trayectorias destapa un juego apasionante de simetrías y de oposiciones en el que tendría enorme interés profundizar. Pues las reticencias del joven Camus hacia el viejo Gide (se llevaban 44 años) comienzan, como se ha visto, con la susceptibilidad del aborigen respecto a la mirada idealizadora y depredadora del viajero y turista sexual; se alimentan de la sorda tensión que emana de sus diferencias de clase social, y se explicitan en la muy divergente concepción tanto del arte como del artista, en el carácter tan distinto de su inspiración, en una dialéctica de la pertenencia y del desarraigo movida por mecanismos del todo diferentes.
Contemplando bajo el mismo sol a los mismos muchachos, cuyas risas los conmueven igualmente, Camus y Gide experimentan un júbilo que a la vez los aúna y los enfrenta. La playa que los dos comparten es para uno,que vive en los suburbios que la rodean, su campo de juegos; para el otro, llegado por mar en un lujoso crucero, el paraíso al que regresa una y otra vez.