Malas palabras
Muy poco antes de que fuera declarado el estado de alarma, llegaron a mis manos dos libros de Cristina Morales que, aprovechando la notoriedad obtenida por la autora con su última novela (Lectura fácil, ganadora del Premio Herralde 2018 y del Nacional de Narrativa 2019), Anagrama ha recuperado: Los combatientes (publicado por Caballo de Troya en 2013) y Malas palabras (Lumen, 2015). Los dos se presentan con sendos prólogos de Elvira Navarro y Juan Bonilla, respectivamente. Malas palabras, por su parte, lleva un título distinto: Introducción a Teresa de Jesús, y además del prólogo de Bonilla incorpora una “Nota a la edición”, de la misma autora, acompañada de una carcajada: “¡Ja ja ja ja!” (la nota en cuestión se titula “Nota a la edición: ¡Ja ja ja ja!”).
No sé si los dos libros alcanzaron a ser convenientemente distribuidos. En cualquier caso, difícilmente habrán llegado aún a sus potenciales lectores, y no me consta que hayan sido objeto de nuevas reseñas, sospecho que no. De otro modo, hubiera trascendido con más amplitud, pienso, el contenido de la mencionada “Nota a la edición”, en realidad un ajuste de cuentas de Morales con la anterior editora de su libro, la veterana y muy meritoria Silvia Querini (a la que, extrañamente, no menciona por su nombre, en un gesto que no se sabe si es de piedad o de prudencia). Un ajuste de cuentas que, subida Morales a la parra del éxito, y ya embalada, deviene una especie de exaltada proclama hecha en nombre de las escritoras todas contra “la violencia editorial” que ejercen contra ellas “nuestras patronas-editoras-violadoras” (sic; y ojo: tanto lo de escritoras como lo de “patronas-editoras-violadoras” debe ser tomado sin connotación de género, es decir, aludiendo tanto a hombres como mujeres, etc.).
A estas alturas del curso, ya nadie ignora la afición de Cristina Morales a hacer declaraciones estentóreas. Lo hago constar con toda simpatía, supongo que reforzada por el hecho de conocerla personalmente y haberla visto “en funciones”, como quien dice. Me sonrío pensando en la cara de Silvia Sesé cuando leyó la “nota” de marras.
Asumido esto, y sin ánimo de entrar a fondo en la polémica un tanto falaz que Morales intenta promover, no me resisto a hacer, desde mi particular experiencia en el mundo editorial, dos observaciones.
Lo que Cristina Morales llama “violencia editorial” es, me temo, un penoso malentendido por su parte no sólo de las reglas del juego en el que ella misma no deja de participar, sino también del papel y de las funciones del editor
La primera consigna –con más decepción que sorpresa, tratándose de quien se trata, y a pesar de lo que ella misma dice a este respecto– el recalcitrante apego a la sacrosanta “propiedad” de la autoría y sus inalienables derechos, aun si se trata, como es el caso, de un texto de encargo, solicitado por la editora en cuestión. Hablar en estas condiciones del “producto genuino de la autora” reclamaría un montón de matizaciones. En cualquier caso, un encargo viene siempre predeterminado por una relación de cliente y proveedor en la que la autoría encuentra un acomodo relativo. Siempre he pensado que es una lástima –y un contrasentido, si se considera bien– que la literatura de encargo no tenga más predicamento, sin duda por culpa de ese apego al que he aludido. Pero sobre este asunto volveré otro día.
Esta exacerbada susceptibilidad de los autores con todo lo tocante a su “propiedad”, con su “derecho a la completa autoría” (Morales), es la que menoscaba desastrosamente, en el sistema editorial español, la figura aquí casi inexistente del editor (con pronunciación esdrújula), bien consolidada en el ámbito anglosajón, donde este término designa a un profesional que trabaja el original con el autor, a veces muy a fondo, contribuyendo a menudo decisivamente a su mejora cualitativa (ya sea en un plano estilístico, estructural, argumental, etc.), y no sólo a su mayor impacto y comercialidad.
Sin excluir que pueda darse tal cosa, lo que Cristina llama “violencia editorial” es, me temo, un penoso malentendido por su parte no sólo de las reglas del juego en el que ella misma no deja de participar, sino también del papel y de las funciones del editor. Y revela un concepto de autoría restringido y celosamente patrimonial, que me recuerda a veces a la “honra” calderoniana, y que acaso se beneficiara de ser reformulado en términos más dialécticos y, en según qué niveles, más porosos