Tiempo atrás dediqué una de estas columnas a armar una especie de collage con algunas de las respuestas que los sucesivos entrevistados en la sección “Esto es lo último”, con que se cierra esta revista, daban a una de las preguntas más o menos fijas que en ella se les hace: “¿Le importa la crítica, le sirve para algo?”.
Una buena parte de los interrogados responden displicentemente, manifestando un desinterés, una indiferencia, que no pocas veces suenan sospechosos. Claro es que se trata de una actitud que cuenta con precedentes prestigiosos, entre ellos el de Faulkner, de quien suele citarse esta rotunda declaración: “El artista no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los que quieren ser escritores leen las críticas, los que quieren escribir no tienen tiempo para leerlas”.
La matización que hace Faulkner tiene su intríngulis. ¿Y cómo distingue uno a “los que quieren ser escritores” de “los que quieren escribir”? ¿Acaso no viene a ser lo mismo?
Pues no, no es lo mismo, ni mucho menos. Y no me pregunten cómo, pero uno enseguida sabe, cuando lee sus libros, pero sobre todo cuando observa el modo en que administran su imagen pública, quiénes pertenecen a la primera modalidad y quiénes a la segunda. En otra ocasión me esforzaré en justificar esta distinción, ahora me mueven otras intenciones.
La incapacidad de que prospere ningún tipo de polémica, debido a la exacerbada susceptibilidad que invita a tomarse cualquier cuestionamiento como un asunto personal, es una endémica lacra
La primera es advertir que la crítica no siempre se ocupa de artistas y escritores. También de los libros que ponen en circulación ensayistas, tratadistas, biógrafos, editores, antologadores e incluso otros críticos. Estos últimos, sorprendentemente, suelen mostrarse, llegado el caso, tanto o más susceptibles que los escritores mismos a las críticas que reciben. Esa al menos fue mi experiencia cuando, hace ya mucho, reseñé una antología del cuento español que armaron para Anagrama Fernando Valls y José Antonio Masoliver Ródenas, con los que por entonces aún tenía cierta amistad. Los dos se enfadaron muchísimo con los comentarios que hice de su antología, y publicaron en la revista Quimera una extensa réplica en la que me dejaban de vuelta y media, profesándome a partir de entonces, pobre de mí, una declarada inquina.
Me ha recordado este episodio la no menos extensa réplica que Juan Bonilla ha dado en la revista Jot Down a una reseña de Edgardo Dobry a Tierra negra con alas, la voluminosa antología de la poesía vanguardista latinoamericana que el mismo Bonilla ha publicado recientemente, al alimón con Juan Manuel Bonet. Acreditado poeta y ensayista de origen argentino, afincado desde hace mucho en Barcelona, donde es profesor en la universidad, Dobry publicó su reseña en Babelia: menos de mil palabras, escritas con severidad, ironía y educación por quien opone razonadas objeciones –tan razonadas como permite el exiguo espacio de que dispone para discurrir sobre un volumen de casi mil páginas– tanto al contenido de la antología como al prólogo que la presenta y la justifica.
Desatendiendo los expertos consejos de Juan Manuel Bonet, Bonilla replica a Dobry con una andanada tres veces más larga, escrita con evidente propósito de desquite y lucimiento, llena de impertinencias y gruesas descalificaciones. Los argumentos con que se defiende podrían dar lugar a discusión, pero quedan anegados en la chulería torera y falta de elegancia del tono empleado, así como por la desproporción de la respuesta y el hecho de darla en un medio distinto al del artículo que la ha suscitado.
Me ocupo de este caso porque, además de documentar la frecuencia creciente con que autores de todo tipo desinhiben las rabietas que les provocan las reseñas adversas, ilustra ejemplarmente lo que, como he dicho en otras ocasiones, constituye una endémica lacra del sistema cultural español: la incapacidad de que prospere ningún tipo de polémica, debido a la exacerbada susceptibilidad que invita a tomarse cualquier cuestionamiento del propio trabajo como un ataque personal, poco menos que un asunto de honor.
El escurridizo concepto de vanguardia, y la importancia medular que sus múltiples y a menudo contradictorios presupuestos desempeñaron en la forja de la conciencia literaria de Latinoamérica y el posicionamiento de sus escritores respecto a Europa, es una materia apasionante, abierta todavía a todo tipo de valoraciones, no sólo por lo que toca a la poesía. Es una lástima que una vanidad supurante nos escatime de nuevo su abierta y franca discusión.