Sobre el éxito
Walter Benjamin sentía una particular afición por el número 13, que empleó en varias ocasiones para articular sus incisivas “tesis” sobre los escritores, los críticos y la literatura. El año 1928 publicó en el Frankfurter Zeitung “El camino al éxito en trece tesis”, un texto impagable, como todos los suyos, a partir de cuya lectura podrían ensayarse -como ocurre con cualquier pieza de Benjamin- incontables desarrollos. No me resisto a transcribir aquí tres pasajes de estas tesis.
El primero lo entresaco de la tesis sexta: “La fama, o quizá mejor el éxito, es hoy enteramente obligatoria, y por lo mismo ya no representa una añadidura, como antes. En una era en la cual la más penosa de las estupideces se publica en cientos de miles de ejemplares, el éxito no es sino un estado de agregación de la escritura”.
De la cuarta tesis entresaco lo siguiente: “Nadie se hace una idea clara del hambre intensa de univocidad que determina la afición del público [...] Cuanto más unívoca, más grande es el radio de acción de una manifestación espiritual, y así más público va a acudir a ella”. El tercer pasaje corresponde a la tesis tercera: “A la larga sólo pueden tener éxito las personas cuyo comportamiento parece estar dirigido -o lo está realmente- por motivos transparentes y sencillos. La masa destruye cualquier éxito en cuanto éste le parece opaco, sin un valor didáctico y ejemplar”.
Puede que, así, descontextualizados, estos pasajes se le antojen al lector lugares comunes. Es culpa mía, si eso ocurre. Puede también que perciba en ellos un tufillo elitista. Pero nadie queda más lejos de eso que Benjamin, como de sobra saben quienes lo conocen.
La idea de que el éxito no constituye ya una añadidura de la obra, sino una obligación que la determina por entero, atraviesa -en la actualidad mucho más que hace un siglo- la vocación y los rumbos del escritor, y en cualquier caso condiciona absolutamente la percepción que se alcanza de él. Paralelamente, la certeza de que el éxito no sólo es cada vez más incompatible con cierto grado de opacidad o de complejidad, sino que trabaja en la dirección del consenso ideológico, constituye cada vez más el baremo de una crítica erigida en agente y portavoz de ese consenso. Como recientemente escribía José María Pozuelo Yvancos a propósito de Patria, de Aramburu: “Ocurre siempre que las novelas que están destinadas a quedar son aquéllas que han dicho lo que tenía que decirse”. Ni más ni menos.
Por otro lado, no está de más insistir, al discurrir sobre el éxito, en su naturaleza constrictiva. Como escribía Juan Benet en La inspiración y el estilo: “La obra que ha edificado el escritor maduro pesa sobre él, y no en vano; el público que le ha aplaudido le reclama, y no sin exigencia; el refinamiento y la autocrítica que le han empujado hasta la gloria le han restringido también su campo de acción y prefiguran su obra futura con un condicionamiento excesivo”.
Algo de esto mismo quedaba apuntado no hace mucho en una de estas columnas, a propósito de los que yo llamaba allí “escritores profesionales”. Pero las palabras de Benet van más allá, y señalan, de hecho, a todo escritor, mejor o peor, que ha alcanzado notoriedad.
Las suspicacias y las condenas tanto del éxito como de la fama vienen de muy antiguo, y nunca han conseguido mermar lo más mínimo el ansia con que se suele aspirar a ellos. Todo lo más se ha conseguido infundir en quien disfruta de uno u otra un cierto resquemor, una fugaz aprensión de connivencia con el público que lo aclama. ¿Y qué cabe pensar hoy del público?
Las suspicacias que muy razonablemente genera esta problemática entidad son las que, al imperativo del éxito, a su obligatoriedad, oponen una recalcitrante mitología de raigambre romántica, llena sin duda de arrogancia, pero que todavía emana, a pesar de todo, un encanto a la vez intimidante y consolador, al que se aferra insensatamente el ya casi residual espíritu de la vanguardia.
Acertó a proclamarlo Nicanor Parra con formidable ironía: “Primera condición de toda obra maestra: pasar inadvertida”.