Ganar dinero es difícil, gastarlo mal fácil, gastarlo bien también difícil.
El dinero –libertad acuñada lo calificó alguien– es un bien escaso y todo el mundo lo quiere. En consecuencia, hay una competición universal por ganarlo. Los más listos, trabajadores, audaces, emprendedores o favorecidos por la suerte se imponen sobre la muchedumbre de sus rivales y se enriquecen. Hacerse rico es, pues, señal de haber triunfado en una carrera tan multitudinaria como reñida. Quien gana dinero hace algo difícil y merece nuestra admiración (hablo de las vías legales de hacerlo, no de sus corrupciones).
Nada más fácil, en cambio, que gastar, y eso debido a la misma razón que antes, ahora desde el otro lado: el gastador está dispuesto a desprenderse de un bien que la gente se desvive por poseer. ¿Qué dificultad puede haber en dar lo que todo el mundo quiere? No hace falta ciencia infusa para desembolsar dinero, el cual siempre es bienvenido aunque lo reparta un mono.
Cierto que en el modo de gastar se aprecia una notoria diferencia entre quienes han ganado ellos mismos el dinero que gastan y quienes gastan el que otros han ganado (Estado, padres, empresarios). En este segundo caso, el riesgo de malbaratar sube de punto: el hijo consentido que dilapida la herencia familiar, el funcionario que administra los caudales públicos con excesiva ligereza, el gestor de negocios ajenos –verbigracia, una fundación– que carga a esta gastos que nunca aceptaría si fueran propios.
Derrochadores y pródigos son manifestaciones de infantilismo, cuando no una patología clínica. Más interesante es el primer caso, el de quienes saben por experiencia lo mucho que cuesta ganar dinero. Naturalmente, con lo suyo pueden hacer lo que les dé la gana, pero eso no impide discernir entre modos buenos y malos de gastar.
En España se gasta mal, igual que se premia mal. Quien ha sido un genio portentoso ganando dinero se comporta como un niño gastándolo.
He aquí la hipótesis: en España se gasta mal, igual que se premia mal. Entre nosotros suelen concederse los premios de manera atolondrada, sin meditación sobre la función que deben desempeñar los actos de honor. Respecto al gasto, España, que ha tenido una relación problemática con la modernidad, la ha tenido también con el dinero, de modo que quien lo ganaba generalmente era, no admirado, sino denostado.
Este prejuicio histórico ya ha pasado –salvo entre algunos tradicionalistas camuflados de progresistas– y nos queda aprender a gastarlo. No me refiero ahora a los gastos privados aplicados a la propia casa, sino a esas acciones filantrópicas que emprenden algunas personas adineradas con auténticos deseos de mejorar la sociedad.
Quien ha demostrado ser un genio portentoso ganando dinero se comporta como un niño gastándolo. Uno que hizo una fortuna vendiendo zapatos sabe bien qué tiene que hacer para vender zapatillas, incluso quizá lavadoras, pero probablemente no ha madurado una idea clara sobre cómo donar su dinero de manera inteligente.
Las reglas que valen para lo primero no valen para lo segundo y, sin embargo, vemos muchas veces cómo un empresario de éxito, doblado en mecenas, se empeña en repetir en el campo de la beneficencia la fórmula que le dio éxito en los negocios. La extremada profesionalidad con que compitió en el mercado para vender sus productos es sustituida, a la hora de gastar, por un amateurismo guiado por una intuición difusa y unas preferencias poco educadas.
Gastar es un arte difícil. Exige rectitud de intención –deseo sincero de desprenderse de patrimonio renunciando a seguir aumentándolo por otros medios–, una visión refinada sobre el conjunto de la sociedad, en la cual impactará la acción filantrópica elegida tras lenta consideración y análisis de todas las posibilidades, y, por último, paciencia, mucha paciencia, dado que los resultados de la filantropía no se dejan cuantificar con los mismos números que miden las ventas.
Estas lecciones las he aprendido envejeciendo cerca de quienes dominan el arte de gastar bien su dinero.