Hace poco estuve en el Festival de Jóvenes Realizadores de Granada. Nunca antes había estado en un festival de cine y todo, desde la jerga del equipo de organización y los cineastas, hasta las idas y venidas de los miembros de los jurados, me resultó fascinante. También el trabajo y cuidado de los programadores a la hora de elegir los cortos que se proyectaban, de trazar conexiones y decidir un orden para que el espectador pudiera disfrutar todo lo posible de las propuestas.
Sentada en mi butaca, en el breve lapso de tiempo entre corto y corto, cuando la gente aplaude y se prepara para salir de una historia y entrar en la siguiente, me acordé del poder del cuento.
Supongo que los cuentos tienen mucho que ver con los cortos por razones obvias: su extensión es reducida y ambos tienen una hermana mayor que les opaca y que, además, es más popular. Nos solemos decantar por películas y nos solemos decantar por novelas, en parte porque el mundo editorial y las salas de cine lo disponen así. Las películas y las novelas, simple y llanamente, venden más (a pesar de que las novelas son cada vez más cortas y las películas cada vez más largas, pero eso habría que reflexionarlo en otra columna).
Cabría pensar que todo en nuestro consumo artístico debería tender a lo corto y a lo rápido, porque cortos y rápidos son los tiktoks y los reels de Instagram y esta cosa extraña que se han inventado ahora: secuencias de cinco segundos antes de que empiece el tráiler de una película que, básicamente, te lo resume. Es decir, un tráiler del tráiler. Y quién sabe si asistiremos pronto al advenimiento del tráiler del tráiler del tráiler.
A pesar de que estas pequeñas píldoras audiovisuales se consumen cada día en nuestras pantallas con mayor pasividad, creo que hay algo en los formatos cortos que exige al espectador una atención que quizás no le exige ninguna otra propuesta artística.
El formato corto te ata a la butaca o a la silla durante menos tiempo, pero durante ese tiempo estás verdaderamente atado. No puedes, ni debes, tratar de escapar
Una de mis profesoras de escritura, Clara Obligado, siempre dice que un cuento es un hueco. Esto implica que el lector o el espectador que se enfrenta a un cuento o a un corto debe llegar con las antenas funcionando y la imaginación lúcida, debe estar dispuesto a encontrar los huecos que deja el artista, y llenarlos. Los cuentos y los cortos no nos dejan distraernos ni cerrar los ojos.
Mi corto favorito de todos los que vi en el festival fue El cuento de una noche de verano, de María Herrera, que ya ganó un Goya como productora al Mejor Cortometraje de Ficción con Arquitectura emocional 1959, dirigida por León Siminiani. En El cuento de una noche de verano hay un solo plano que apuntala toda la historia; un plano breve, de pocos segundos, un plano-parpadeo. Si a alguien se le ocurriera mirar el móvil en ese momento, se perdería toda la historia.
Me pregunto si el formato corto implica concesiones u obligaciones hacia quien lo consume: es cierto que te ata a la butaca o a la silla durante menos tiempo, pero durante ese tiempo estás verdaderamente atado. No puedes, ni debes, tratar de escapar.
Lo corto pone al lector/espectador en un lugar privilegiado: el lugar de la exigencia. En un mundo donde prima lo rápido y lo fugaz, si se hace bien, lo corto puede ser un lugar para la permanencia, lo corto reverbera más allá de sus límites. No creo que sea casual que el título de Herrera contenga la palabra "cuento", ni que me haya dado por reflexionar sobre esto en un formato tan acotado como el de estas columnas, apenas 620 palabras cuya función no se cumple si se leen en diagonal.