Heridos. Me ha gustado ver, en el corto margen de unos días, dos películas muy distintas, con un importante punto en común que quizá permita hacer una reflexión interesante sobre el cine actual y sus rumbos. He disfrutado con las dos. Me refiero a Los que se quedan, de Alexander Payne, y Fallen Leaves, de Aki Kaurismäki.
Son distintas por varios motivos, pero uno esencial es que Payne no da la espalda a ciertas convenciones y estrategias de guion y de puesta en escena propias del llamémosle cine hollywoodense, mientras que Kaurismäki se atiene, en el mismo terreno, a las libertades singulares y personales del cine de autor.
Lo que menos me gusta de la primera son sus excesos en la captación de un público más amplio mediante edulcoramientos ocasionales, toques de sentimentalidad y sorpresas e ingeniosidades de guion, varias de estas últimas muy válidas. Lo que menos me gusta de la segunda es, justamente lo contrario, cierto atrincheramiento intransigente y ¿puritano? en las pautas de un rigor estilístico sin concesiones.
En medio de la banalidad casi absoluta de la mayor parte del cine que nos llega, ¿podemos hablar de las brasas de un tipo de cine humanista?
Lo que tienen en común es que ambas van dirigidas a un público adulto que, fuera de los códigos de los géneros cinematográficos, está interesado en lo que sucede a personas reales, en sus circunstancias también reales, íntimas y sociales.
Sus personajes tienen también en común que están heridos, que sufren soledades y desventajas en su contexto social y laboral, y que encuentran una vía de recuperación, salida o, incluso, salvación –al menos, por el momento– gracias a comprender y ser comprendidos progresivamente por sus próximos, a poner en juego el interés, el afecto, la amistad o el amor por esos otros.
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Así ocurre en el trío formado por un solitario y excéntrico profesor de colegio, un alumno díscolo y una cocinera golpeada por la muerte de su hijo en la guerra en Los que se quedan. Mientras que en Fallen Leaves son un obrero con propensión al alcohol y una empleada emocionalmente desubicada quienes logran enderezar juntos sus vidas.
Escenario. En las dos películas, tiene importancia el escenario económico, la dureza elitista y rigorista de una institución académica para la clase alta en el caso de Los que se quedan y la dureza, igualmente, de la situación proletaria en el ambiente de unos designios empresariales sin compasión. Ni Payne ni Kaurismäki hablan propiamente desde una ideología política etiquetable ni recurren a las sugerencias de luchas o reivindicaciones reconocibles al modo, pongamos, de un Ken Loach.
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Y ahí está, con sus matices, un punto en común muy importante. En medio de la banalidad casi absoluta de la mayor parte del cine que nos llega, ¿podemos hablar de las brasas de un tipo de cine humanista –de larga tradición– que atiende no solo a las disfunciones de la condición humana desde una perspectiva individual, sino también en relación, como no puede ser menos, a los condicionantes sociales, laborales o políticos que modulan esa condición?
Calado. No creo que sea poca cosa –creo que es un síntoma de resistencia– poder ver en cuatro días dos películas que, en medio de la masiva futilidad de un cine con casi exclusiva vocación por el entretenimiento, además de entretener y divertir también, toman al espectador como un adulto consciente, formado y exigente para hablarle de él mismo y de su tiempo.
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Y Payne y Kaurismäki no están solos. En estos días les acompaña Wim Wenders (Perfect Days), como tantas veces les acompañan Moretti (El sol del futuro), Kore-eda (Monstruo), Erice (Cerrar los ojos), Hansen-Love (Una bonita mañana), Schrader (El maestro jardinero) o McDonagh (Almas en pena de Inisherin)…
Y hay más y diversos. Y todos parecen trabajar para una minoría mayoritaria –eso es mucho– de espectadores amantes de un cine con calado artístico, de un cine humanista, además, que uno puede contemplar para reconocerse y sentirse motivado a lo mejor.