Shanghái. Las primeras imágenes de Suzhou River (2000) nos muestran la fauna humana que se aglomera en las orillas, las embarcaciones y los puentes del río Suzhou, que recorre Shanghái a lo largo de 24 kilómetros. Vemos rostros curtidos por el duro trabajo y la explotación, caras labradas por la desocupación involuntaria o por el inquietante merodeo en busca de presa, todo ello en una atmósfera grisácea, enturbiada por la contaminación y, previsiblemente, maloliente.
Era el ambiente de un cauce tomado por las fábricas, el transporte de mercancías y la congregación de gente abocada en muchos casos al paro, la marginación y la delincuencia. Cuando el cineasta chino Lou Ye tomó esas imágenes, hace más de veinte años, deseaba señalizar un espacio social de Shanghái, ciudad proclive a toda clase de fantasías literarias y cinematográficas, para definir el marco dramático de la historia de obsesión, pasión y delito que se disponía a contar y que me ha hecho recordar unas palabras de Lawrence Durrell sobre Alejandría en Justine: “…ninguno de nosotros puede ser juzgado por lo que sucedió entonces. La ciudad es la que debe ser juzgada, aunque seamos sus hijos quienes paguemos el precio”.
Hitchcock. Suzhou River es la película más turbadora y seductora de la cartelera. Requiere la atención del espectador por el juego de identidades que plantea. Publicamos en estas páginas un excelente comentario de Manu Yáñez, del que retomo su pertinente referencia a Vértigo (1959). Meimei y Maudon, los dos personajes femeninos –¿o son el mismo?– que interpreta Zhou Xun no son una traslación exacta de la Madeleine Elster y la Judy Barton que interpretara Kim Novak, pero no hay duda de que Lou Ye parafraseó un buen número de elementos –música incluida– de la película de Alfred Hitchcock. El espectador los descubrirá.
El tema del doble sigue siendo fértil en la literatura y en el cine
Y viendo Suzhou River me acordé de Eugenio Trías, fallecido en febrero hizo diez años. ¿Qué pensaría él de esta película? Sabida es la preferencia indeclinable del filósofo por Vértigo, película a la que dedicó, primero, un ensayo dentro de Lo bello y lo siniestro (1982) y, después, un libro autónomo, Vértigo y pasión (1998), en el que, por cierto, confesó que, en los años precedentes, se había enfriado su afición al cine y a Hitchcock. ¡Menos mal que la recuperó! En 2013, nos dio el contundente De cine. Aventuras y extravíos (Galaxia Gutenberg), en el que analizaba con fervor, entre otras, la filmografía de David Lynch.
Identidades. Solaris ha publicado Visiones del abismo. Pensar el cine desde Eugenio Trías, volumen de autoría colectiva, en el que se estudian directores y películas del gusto e interés del filósofo, entre ellos, Lynch y su Mulholland Drive (2011). Trías no se quedó, ni mucho menos, al arrimo de los clásicos. Se ocupó en De cine. Aventuras y extravíos de Lynch, de quien hablaba con entusiasmo en una conversación con José Luis Guarner, recogida ahora por Francesc Arroyo en Entrevistas (Galaxia Gutenberg).
Las identidades femeninas dobladas –o soñadas, o disociadas, o confundidas– de Mulholland Drive no son ajenas al universo de Suzhou River. Las dos orillas de un río son –como los dos lados de un espejo– metáfora y expresión perfecta del concepto de límite –vivir en el límite– que fundamentó Trías.
El tema del doble, que de algún modo subyace, aunque sea de forma borrosa, en el filme de Lou Ye, que bajo diversas e imperfectas encarnaduras ha sido y sigue siendo tan fértil en la literatura y en el cine, no es extraño a Vértigo y al mayor de los vértigos: saltar el límite que nos separa (y nos une) al otro, caer en el abismo de la diferencia y similitud entre uno mismo y su opuesto semejante: la pesadilla recurrente que Eugenio Trías tenía de niño cuando caía vertiginosamente por un hilo entre los dos polos de un globo terráqueo vacío.