Imagen final de Lázaro Carreter
por Pere Gimferrer
11 marzo, 2004 00:00Pere Gimferrer
La filología española está de luto desde hace una semana, desde la muerte de Fernando Lázaro Carreter. Decenas de artículos han llorado al maestro del idioma, pero El Cultural no puede dejar de rendir homenaje al sabio y al amigo, y lo hace con la complicidad del poeta y académico Pere Gimferrer, que glosa, desde la emoción y la tristeza, al maestro “único e irreemplazable”.
Cara a cara, destacaba ante todo, a partes iguales, por su sentido del humor, por su inteligencia y, a veces, por su vehemencia; pero no puedo dejar de tener la percepción de que no a todos mostraba siempre ni en proporción similar tales rasgos, y que alguna amistad común -señaladamente, la de Martín de Riquer- tuvo, aparte de la sintonía personal manifiesta (patente ya en nuestro primer encuentro, fugaz y puramente fortuito, en el bar del hotel Calderón de Barcelona, y perpetuado años más tarde en unas singularísimas fotos en la terraza de la Pedrera), papel determinante, aunque desde luego no fuera el único, en la naturaleza de nuestro trato. No quiero ni puedo ni debo olvidar aquí que fue entusiasta firmante, con Antonio Tovar y Francisco Ayala, de mi candidatura académica, y alguna noticia tuve, precisamente por Pedro Laín, del vigor y la energía que verbalmente demostró al ser pronunciado mi nombre a este respecto por vez primera.
Por lo demás ¡qué excelente lector, también de los contemporáneos! Que, siendo precisamente especialista en ella, entendiera de modo acabado mi desinterés por la picaresca por ser ésta, en sus palabras, el “Anti-Gimferrer” ya lo dice casi todo. Y ¡qué amigo! Sabido es que, en noviembre de 1994, discrepamos Riquer y yo en público de él; en nada enturbió esto nuestra relación personal, ni el mutuo entendimiento en otras cuestiones, y aún en el respectivo telón de fondo de la cuestión del caso y del momento, para cada cual.
Lo anterior era obligado: no lo creo meramente un desahogo personal superfluo o narcisista; no me parece irrelevante explicar qué trato tenía con una persona de otra generación y no centrada en el mundo universitario. Pero a dicho mundo -mediante su magisterio personal y su bibliografía- y a la parte más sustantiva de su labor de dirección en la Real Academia Española quedará vinculada su personalidad en lo sucesivo. La posteridad no sabrá del extraordinario, agudo y amenísimo conversador que era, pero sí de sus estudios y ediciones, y de sus discípulos; y de sus dotes organizativas y dinamizadoras, y por supuesto de El dardo en la palabra. Y no es posible olvidar su papel casi pionero, paralelo al que en el ámbito catalán llevaba a cabo, en gran parte fuera de la universidad, Gabriel Ferrater, en la aclimatación hispana de las aportaciones sobre lingöística y poética de Roman Jakobson. Mucho dice de él que -como en el caso de Dámaso Alonso, uno de sus maestros- no nos sea en rigor posible, a quienes le conocimos, hablar de todo lo expuesto sin referirnos instintivamente a su persona.
Es imposible que su muerte no nos parezca dolorosamente prematura; me consta que tenía al menos un libro inédito, no sé si terminado o muy avanzado, que no publicó por propia voluntad, y como mínimo, además, un proyecto importante, sobre el que había dado a conocer algún estudio rectorial, y cuyo grado de elaboración última desconozco. No hay razón para ocultar que me refiero, en el primer caso, a un volumen sobre la coexistencia de lenguas en España antes del régimen de Franco y, lo que entiendo, por lo menos desde el Siglo de Oro y, en el segundo, a una ambiciosa y abarcadora Historia del Español Literario en el siglo XVI. Fueran sólo proyectos o hállense ejecutados, unos años más de vida parecían indispensables para rematarlos en la forma en que él los concibió y me los describió. ¿Eran los únicos?
Muchos hemos perdido a un amigo; todos, a un filólogo; la literatura, a un gran lector. Reciente aún la pérdida de otro de sus maestros, José Manuel Blecua, la continuidad de sus enseñanzas parece asegurada; pero en la personalidad, tan varia y compleja, de Fernando Lázaro Carreter, mucho había de único e irreemplazable, mucha fulguración, y, por supuesto, mucho dardo gozoso.