Image: Las inviernas

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Novela

Las inviernas

Cristina Sánchez-Andrade

28 marzo, 2014 01:00

Cristina Sánchez-Andrade

Anagrama. Barcelona, 2014. 244 páginas, 16'95 euros

Cristina Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 1968) se sitúa en la estela de fabuladores gallegos que, en diferentes medidas, han proporcionado a la literatura narrativa del noroeste peninsular una peculiar fisonomía: Valle-Inclán, Fernández-Flórez, Cunqueiro, Torrente Ballester o Marina Mayoral son algunos de los nombres que avalan esa trayectoria. En Las Inviernas, dos hermanas, Dolores y Saladina, que abandonaron España siendo aún niñas, durante las primeras represiones desencadenadas por la guerra civil, vuelven a su pueblo en Tierra de Chá, un recóndito lugar del interior de Galicia, para reanudar allí su vida. La minúscula aldea en la que todos se conocen está repleta de pequeños misterios, de recuerdos ocultos algunas de cuyas raíces se extienden hasta la guerra, no tan lejana en la memoria de personajes como el cura don Manuel, el pintoresco Rosendo, "maestro de ferrado", el no menos insólito Ternoamor -que, con su condición oculta a cuestas, restaura dentaduras utilizando piezas arrancadas de cadáveres-, o la vieja vidente Violeta da Cuqueira. A ellos hay que añadir un coro de personajes, todos unidos por el mismo secreto, entre los que destacan la viuda de Meis, Tristán el caponero, Esperanza o Ramonciño, que no fue destetado hasta los siete años. Sobre todos ellos se cierne la vieja historia de un compromiso contraído con don Reinaldo, el abuelo de las Inviernas, especie de señor feudal cuya suerte postrera se mantiene en una brumosa incertidumbre a lo largo del relato.

Y lo mismo sucede con otros ingredientes temáticos de la historia, como lo ocurrido con Tomás, marido fugaz de Dolores -porque también las hermanas acarrean sus propios secretos-, los agüeros que preceden a la inesperada muerte de Ramonciño o el papel de algunos personajes en la detención del poderoso don Reinaldo. Incluso existen dudas acerca de la procedencia de la vaca Greta que Dolores y Saladina ordeñan a diario. En la creación de este ambiente henchido de incertidumbres y verdades a medias y en la medida dosificación con que algunas informaciones van desvelando poco a poco un pasado aún operante y completando el perfil de los habitantes de la aldea, la autora revela una destreza narrativa poco habitual. El relato alterna escenas del presente con saltos al pasado, que tal vez en la historia de la mitomanía de las hermanas y del viaje de Dolores para intervenir en una película se alarga demasiado, cuando otros sucesos, como la persecución de don Reinaldo, merecen -y con buen criterio- referencias más escuetas, a pesar de que se trata de un hecho determinante en el destino de las hermanas. Pero, en general, la distribución de los materiales de la historia es inobjetable, y la mezcla de ternura y ferocidad se halla muy equilibrada.

Y algo parecido cabe decir de la elocutio, de la expresión verbal, que es acaso donde con mayor claridad brilla la intuición de la autora, que salpica las páginas con emparejamientos inesperados y sorprendentes sinestesias. Al señalar que el establo se encuentra en la casa bajo las habitaciones, se precisa: "Cuando caía la noche, los mugidos y los hombres subían por la escalera" (p. 14). O bien se indica que, en la "lareira" de las casas, "mientras se deshojaba el maíz, se hilaba o se hacían jerséis, chisporroteaban noticias y cuentecillos" (p. 28). Por otro lado, la taberna es "un antro con olor a mosto y soledad" (p. 92), y Dolores escruta "con su mirada de escarcha y filamentos" (p. 222). Frente a esto, sorprende que una escritora de tantos recursos caiga en giros desgastados ("oscuros como la boca de un lobo", p. 54; utilice "tema" por ‘asunto' (p. 130) o escriba un inexistente vocablo "incompletud" (p. 107). Pero vale la pena detenerse en estas páginas.