El país del miedo
Isaac Rosa
16 octubre, 2008 02:00Isaac Rosa. Foto: Carlos Márquez
El sevillano Isaac Rosa (1974) no ha publicado muchas obras -lo que es lógico si se considera su edad-, pero ha logrado con ellas un merecido crédito que aconseja prestar atención a su carrera. Posee, como virtud esencial e indiscutible, la plasticidad de una prosa rica y variada, que a veces basta por sí misma para sostener historias poco imaginativas, salvadas casi exclusivamente por la destreza expresiva del autor, bien dotada para apropiarse de discursos dominantes y retorcerlos o parodiarlos para mostrar su inanidad. En El país del miedo son perceptibles estos rasgos que singularizan al escritor, hasta el punto de que resultaría difícil imaginar que un texto como éste, tal como se halla planteado, hubiera podido llegar a buen puerto en otras manos. El país del miedo parte de una teoría que poco a poco va siendo desalojada por el ejemplo práctico. Es como si, con una orientación casi didáctica y ejemplarizante, se arrancara de una concepción que podría calificarse como ensayística del tema central para desarrollar luego una historia -una novela, en suma- cuya función esencial fuese la de confirmar aquellos planteamientos iniciales.El núcleo temático es, como ya anticipa el título, el miedo. No un miedo concreto, reducido a un personaje o a unos peligros determinados, sino un miedo generalizado, social, que ha invadido las formas de la vida colectiva y condiciona actitudes y comportamientos. Un miedo que los medios de comunicación espolean involuntariamente al dar cuenta sin cesar de acciones violentas que exigen numerosas medidas de seguridad: peleas, robos, atracos, agresiones, violaciones, asaltos de todo tipo… Y que se mezcla con el recelo ante grupos potencialmente peligrosos: delincuentes habituales, inmigrantes sin escrúpulos, mendigos agresivos, grupos marginales, adolescentes violentos, incluso las llamadas fuerzas del orden. También la ficción, sobre todo la que se ofrece en imágenes, contribuye a crear ese temor que acaba por interiorizarse en las conciencias. El repertorio de motivos amedrentadores que se detallan -no en vano las dilatadas series enumerativas son frecuentes en la prosa de El país del miedo- contiene y amplifica, reprodu- ciendo a veces el léxico y el estilo, noticias, informaciones, hechos y advertencias que han pasado a formar parte de nuestra vida cotidiana y que ayudan a configurar una mentalidad, un estado de ánimo y unas formas de vida gobernadas por una especie de permanente angustia ante el peligro desconocido e inexorable que nos acecha. El ejemplo de todo este estado de cosas, de esta difusa conciencia colectiva, lo ofrece Carlos, el padre desde cuya perspectiva se narra la historia, que nace con menudas cuestiones de acoso escolar y va creciendo hasta mostrar la formación de pequeños delincuentes y extorsionadores, con episodios que ponen en evidencia la ineficacia de la justicia y la impotencia clamorosa existente al abordar las actuaciones adecuadas para frenar la delincuencia juvenil. La actitud medrosa de Carlos, sus cesiones constantes ante las amenazas de un chiquillo, su desánimo ante posibles soluciones y su carácter extremadamente débil y pusilánime llevan tal vez al personaje, tal como el autor lo desarrolla, al borde mismo de la inverosimilitud psicológica. Es, en efecto, difícil compartir ese universo mental obsesivo y claustrofóbico que, por cierto destaca en una historia desarrollada casi íntegramente en las calles. Pero acaso era necesario extremar las tintas para conducir al lector con eficacia hacia un desenlace desolador, que parece confirmar los motivos reiterados en las páginas anteriores y arroja sobre la violencia social -de la que Carlos acaba, en definitiva, haciéndose cómplice- una mirada sombría, a la vez que deja el campo repleto de interrogantes acerca de la naturaleza humana.
Buen relato -sobrio, duro, contundente- servido por una buena prosa que, sin embargo, ofrece en algunas páginas desfallecimientos o desvíos inexplicables en un escritor como Isaac Rosa, como sucede con usos abiertamente rechazables ("aquel arma", p. 95; "el único arma", p. 159), giros anglófilos innecesarios y con cierto tufillo burocrático ("listado" por "lista", p. 26; "evaluación" por "cálculo", p. 256; "línea de no retorno", p. 57, o "asumir" como forma única para "aceptar"). Algún pasaje reiterativo y desmañado, como el de las páginas 220-223, hubiera necesitado una reescritura. Son descuidos fácilmente subsanables, que apenas erosionan un texto sólido y bien construido.