La educación sentimental de Javier Jiménez está íntimamente ligada a la cultura italiana. Sin ir más lejos, la fórcola, instrumento artesanal donde se insertan los remos en las góndolas venecianas, da título a su editorial y su proyecto de vida. El mismo sello alberga esta semblanza literaria de Trieste, la ciudad del Adriático, libro cuyo subtítulo, "rompeolas de todas las Europas", rinde un homenaje a Antonio Machado.
Lejano al cuaderno de viajes, es un trabajo de aproximación lenta que reflexiona sobre la distancia entre el turista y el apasionado de la ciudad, que bucea en su historia, lee a los autores que transitaron por sus calles y advierte la relevancia de episodios cruciales.
El texto de Jiménez se abre paso entre un acopio de citas incalculable. No solo las que remiten a la ciudad, que estaba “poblada por diosas italianas” según Freud y era como “una pequeña Viena italiana” en palabras de Stefan Hertmans. También las de personajes que, en algún momento, tuvieron alguna vinculación y forman parte del entramado de anécdotas que enriquecen el relato.
Es el caso de Kafka, al que bastaron unas horas para enamorarse de Trieste. Rilke compuso sus eternas Elegías en el castillo de Duino, pegado a Trieste, mientras que Joyce escribió varias partes del Ulises y la mayoría de los cuentos de Dublineses en algunos de los nueve apartamentos miserables en los que se hospedó. Stendhal, designado al consulado de Francia en Trieste, frecuentó el Café Tommasseo, pero según Lampedusa fue una “ciudad que detestó”.
Ni siquiera la bora, su viento indómito, podría hacer desaparecer la historia negra de Trieste. Mussolini pronunció el famoso ‘Manifiesto de la raza’ en la Piazza dell’Unità de la única ciudad italiana en la que hubo un campo de exterminio. La cara b de Trieste justifica el interés y la fascinación que despierta.