Un 2 de febrero de 1922 se publicó Ulises, una de las cumbres más inaccesibles de la historia de la literatura. Cabe preguntarse si hay razones que justifiquen el penoso esfuerzo de escalar por sus páginas, sorteando misteriosas analogías, aberraciones semánticas y sintácticas, premeditadas negligencias, ironías maliciosas, y, sobre todo, avalanchas de palabras perversamente entrelazadas o discontinuadas. ¿Es Ulises "una idiotez" que provee a los críticos de los enigmas necesarios para perorar sin descanso, como llegó a decir Borges en una conversación privada con Bioy Casares, o un feliz laberinto gracias al cual comprendemos que somos lenguaje, logos, dialéctica, juego, palabra que se expande y se contrae, interrogándose sin fin sobre sus límites y posibilidades?
Ulises es una idiotez, si por tal entendemos los arrebatos de extraña y gélida lucidez de esos idiotas ("fools") de las tragedias de Shakespeare. Los idiotas del dramaturgo inglés explican la realidad desde la perspectiva de una mente enredada en paradojas, antítesis, paralogismos y delirios. Su clarividencia brota de su capacidad de fracturar la razón. Podemos decir algo similar de Ulises, una pirueta irreverente contra los ídolos del pensamiento lógico. Frente a la noción de causa, Joyce opone el imperio del azar. Frente al principio de identidad individual, las máscaras sucesivas por las que transita el ser humano. Frente al tiempo lineal, la circularidad infinita, que destruye las distinciones entre pasado, presente y futuro.
Ulises es un laberinto. Logra una y otra vez que nos perdamos en sus meandros, pero cada extravío constituye un hallazgo, casi una teofanía sobre el poder del lenguaje para crear sentido y a la vez destruirlo con ferocidad. Creo que ningún escritor ha usurpado el lugar de Dios de una forma tan perfecta, pues Joyce primero nos muestra el Edén, con las palabras desprendiendo luz, y luego nos expulsa de él, arrebatando al lenguaje su poder clarificador. Nos deja entrever el paraíso de lo inteligible, una ficción que solo existe como ideal, y después nos sumerge en lo ininteligible, lo verdaderamente real.
'Ulises' no es solo lenguaje. También es historia y una epifanía
No es una simple reflexión filosófica, que invierte el significado del mito platónico de la caverna, sino una profecía: la cultura occidental se aproxima a su ocaso y el arte solo puede certificar ese desenlace. Ya no se puede afirmar que el papel del arte es conocer y expresar la verdad, pues la verdad es un espejismo, un fetiche podrido. Así lo entiende Joyce tras la hecatombe de la Primera Guerra Mundial. Aunque vivió la contienda desde su exilio en Suiza y cuando le preguntaron por ella respondió con aparente desinterés ("sí, algo he oído"), Ulises es un despiadado retrato de la decadencia de un continente incapaz de sacudirse el virus nacionalista y la superstición religiosa. Así lo comprendió Ezra Pound, tan clarividente como incorrecto y uno de los mayores promotores y exégetas de la obra.
Ulises no es solo lenguaje. También es historia y una epifanía. Viene a anunciarnos una mala nueva: que la vida es un desgraciado accidente, la broma siniestra de un demiurgo torpe y bárbaro, una enfermedad a la que absurdamente nos obstinamos en buscarle un sentido. La tragedia del ser humano en el umbral del siglo XX es que ya no tiene una Ítaca a la que regresar, ni una fiel Penélope que le espere, animándole a dejar atrás las regiones más inhóspitas. El 16 de junio de 1904 en Dublín -el Bloomsday- no es una fecha más, sino el punto de no retorno de una Europa sin otro horizonte que el barro de las trincheras.
Se ha dicho que Ulises es un ejemplo de realismo psicológico extremo, pues reproduce la inmediatez de la conciencia en su flujo natural, libre del corsé de la gramática y la razón, pero Leopold Bloom, esa especie de judío errante que deambula por el dédalo de la fantasía homérica y cuyo paladar se embriaga con "el sutil sabor de orina levemente olorosa", no es un hombre común, sino uno de esos bufones de Shakespeare capaces de apreciar la belleza y a continuación pisotearla. Tras leer en una letrina un relato premiado, lo utiliza como papel higiénico, pues entiende que es un ejemplo de la impotencia del arte para erradicar el mal o el absurdo. Joyce narra este incidente en el capítulo cuarto de los dieciocho de Ulises. Antes de prescindir del andamio que forjó con materiales de la Odisea, lo tituló "Calipso", la ninfa que retuvo a Ulises. ¿Por qué? Porque Calipso, hija de Atlas y reina de la isla de Ogigia, logró mantener a su lado a Ulises durante siete años, prodigándole toda clase de placeres: comida exquisita, bebida deliciosa, placer sexual, paisajes exuberantes. Esos siete años simbolizan la búsqueda de placer y satisfacción que Kierkegaard describió como "etapa estética".
Joyce no propone ninguna conclusión. No es un moralista. No pretende enseñar nada
El arte, la literatura, la belleza, simbolizados por ese relato que Bloom lee en una letrina, nos mantienen en un limbo de sensaciones gratificantes, pero se trata de una ilusión fraudulenta, pues el placer estético solo es un fino barniz que oculta un doloroso vacío. Leopold Bloom comprende el engaño, descartando avanzar hacia la ética o la religión, las etapas que Kierkegaard propone como fases sucesivas hacia la verdad. Más allá del arte, no hay nada. Dios y el Bien solo son falacias. Por eso Bloom, un agente comercial con una existencia ingrata y anodina, asigna al cuento premiado un destino degradante. Es su forma de romper con el embrujo de Calipso, iniciando el viaje de regreso hacia un hogar que ya no existe. Su gesto evoca la nostalgia de Atenas, un sentimiento que palpita en el inconsciente colectivo de Europa. La añorada polis ya solo es una colección de ruinas, pero pervive el anhelo de peregrinar a ella.
Leopold Bloom no reconoce otra patria que el desarraigo. Sabe que no pertenece a ninguna parte. Cuando en el capítulo doce se topa en un pub con un Ciudadano que agita la bandera del patriotismo irlandés, experimenta el mismo malestar que Ulises ante Polifemo. Sus consignas le resultan tan hirientes como las rocas lanzadas por el gigante. El capítulo quince –para muchos, el corazón de Ulises- es una apoteosis del lenguaje como referencia insustituible de la experiencia humana. La novela –o, si se prefiere, la anti-novela- de Joyce comienza a mirar hacia dentro, utilizando aspectos de capítulos anteriores. No le interesa ser un espejo del mundo, sino un eco de su propio existir. Lenguaje que se alimenta de lenguaje, palabras que denotan otras palabras, símbolos que se nutren de otros símbolos.
El capítulo dieciséis refleja el desencanto de Bloom. El estilo incurre deliberadamente en un tedioso prosaísmo preludiando el capítulo diecisiete –el preferido de Joyce-, una epopeya de la mediocridad donde la memoria se pone en marcha mediante un objeto nauseabundo: un trozo de uña del pie. En ese ejercicio de memoria involuntaria, queda muy claro que Ítaca no es la patria anhelada, sino un lecho que desprende el hedor del adulterio. El último capítulo –el dieciocho, una alusión paródica a los dieciocho escenarios de la Odisea- incluye el célebre monólogo de Molly Bloom, una confusa divagación que oscila entre las cuestiones domésticas y un erotismo desinhibido. No es Penélope, sino una mujer infiel que vive hundida en la insatisfacción y que no ha logrado superar el espanto de perder un hijo. Aunque engendró otra hija, se pregunta qué sentido tiene arrojar al mundo seres abocados a disiparse en el olvido. Bloom también sufre por la hija perdida, pero su intento de ejercer una paternidad vicaria sobre Stephen Dedalus fracasa tristemente. No ya de una forma épica, sino sin grandeza, como sucede con todo lo que acontece en el siglo XX.
Su novela nos muestra cómo sería el mundo en ausencia de ese idealismo metafísico exaltado por Platón, san Agustín y Pascal
José María Valverde, espléndido traductor de Ulises y un gran estudioso de la obra de Joyce, afirma que la novela debe leerse como un desnudo integral. Del cuerpo y del alma, pues el libro –según apuntó su autor- reproduce los ciclos de nuestro organismo y escarba en los estratos más profundos de nuestra conciencia. Joyce no propone ninguna conclusión. No es un moralista. No pretende enseñar nada. Solo le interesa divagar por la selva del lenguaje, explorando sus frutos. Joyce no busca a Dios, ni sueña con formular una moral. Solo nos muestra que la palabra acaba autodestruyéndose, tras comprender que es inútil como forma de comunicación. Bloom durmiendo al lado de una esposa adúltera que ya no mantiene relaciones sexuales con él es una excelente metáfora del fracaso de las relaciones humanas. La civilización europea sufre convulsiones agónicas porque cada vez hay más vidas como las de Gregorio Samsa y no se atisba otra alternativa que un gregarismo embrutecedor.
Leopold Bloom es un autorretrato paródico de Joyce, pero sobre todo es una radiografía de la condición humana en los inicios del siglo XX. ¿Y qué muestra esa radiografía? Que el fascismo y el comunismo prosperan porque ofrecen una identidad sólida a masas de excluidos sin rostro. "Nadie" ya no es tan solo el nombre que se atribuye Ulises para engañar a Polifemo, sino el de una humanidad sin atributos. Lo biológico ha aniquilado lo espiritual. Para Joyce no es una desgracia, pero su novela nos muestra cómo sería el mundo en ausencia de ese idealismo metafísico exaltado por Platón, san Agustín y Pascal.
¿Por qué leer Ulises? Por la misma razón que alegó George Mallory cuando le preguntaron por qué quería escalar hasta la cima del Everest: porque está ahí. La literatura no es un entretenimiento, sino una experiencia. Pisar la cima de Ulises nos permite contemplar los abismos sobre los que están suspendidas nuestras vidas: el lenguaje, el tiempo, la psique, los falsos absolutos, el cuerpo, la historia, el espacio, el sexo. Podemos aplazar el reto o incluso descartarlo, pero nuestra mirada se perderá una de las perspectivas más asombrosas que han brotado del ingenio humano.