Releo a Stendhal. No llego con ello al "síndrome" que da nombre el escritor francés, pero para mí es uno de los grandísimos escritores que hubo en la historia del ser humano hasta el momento presente. Su capacidad descriptiva, su profundo conocimiento de los procedimientos narrativos, la estructura de sus dos novelas principales (Rojo y negro y La Cartuja de Parma), la creación en simples palabras de personajes únicos como Julian Sorel (que parece andar por las páginas de su novela como si fuera de verdad, de auténtica realidad, hasta convertirse en un prototipo)...
Léanse, o reléanse, la descripción de la batalla de Waterloo y recordarán la Ilíada de Homero. En la Ilíada, Homero inventa las imágenes literarias como si fueran melodías de palabras que hipnotizan al lector; Stendhal trata de hacer lo mismo en la batalla de Waterloo y lo consigue: el lector, a poco entrenado que esté, entrará en un determinado trance al escuchar en su propio oído el retumbar de las palabras tomando parte en la batalla, con sus sonidos, sus notas y sus golpes, como si una gran orquesta de cámara estuviera describiendo musicalmente la guerra con sus múltiples instrumentos musicales.
Arte puro; en la descripción de la batalla de Waterloo, Stendhal consigue al mismo tiempo que el lector "vea" los colores entrecortados y violentos del uniforme de los soldados, sus armas, sus movimientos de ataque y defensa, su vitalidad al salvar la vida o quitársela al enemigo. Homérico Stendhal. Y, sin embargo, tras leer tres o cuatro veces esas dos novelas puedo decir que creo firmemente que Stendhal no pensaba en el lector cuando escribía esas maravillas.
El escritor "estaba" fijo en la guerra de Waterloo, con una cámara grabadora que todavía no existía porque no había sido inventada. Lo demás no creo que le importara: estaba labrando su obra de arte, reproduciendo en palabras lo que quizá no había ocurrido en la batalla de verdad, pero creando en palabras una realidad que era tan verdad (no la verdad de la mentiras, como recuerda Galdós en El caballero encantado) como la de verdad, o tal vez más, porque parece escrita por alguien, el escritor, que estaba presente en cada momento de la guerra.
En alguna ocasión, el editor de Stendhal le llamó la atención con dureza. Le confirmó a gritos que las novelas que estaba llevándole para imprimir no tendrían lectores. "Esto hoy no lo leerá nadie", fueron las palabras del editor. "Ya me leerán dentro de treinta años", fue la contestación de Stendhal. Contundente y veraz el escritor, confirmado en su propia fe de escritor, al margen de la mentalidad comercial del editor, al margen de ese lector que se le decía que no tendrían sus novelas.
Y, sin embargo, Stendhal tenía razón. Todavía seguimos leyendo esas novelas que provocaron la repulsa inicial de su editor y han pasado algo más de treinta años. Han pasado muchos más años, más de un siglo, y pasarán más de dos y tres, y las novelas, los escritos de Stendhal, la verdad de la verdad, seguirá leyéndose y releyéndose eternamente por aquellos lectores que lo son de verdad.
Lampedusa se escondía al fondo de la Cafetería Masala, frente por frente de la librería Flacovio (donde adquiría sus libros), para leer, entre otros muchos libros, Rojo y negro y La Cartuja de Parma. Escrito por el mismo Lampedusa, su propio testimonio, pues: un año releía Rojo y negro y al año siguiente releía La Cartuja de Parma. El año que leía La Cartuja de Parma, Lampedusa llegaba al convencimiento de que era mejor que Rojo y negro; pero el año que le tocaba leer Rojo y negro, Lampedusa, aquel lector tan profundo, creía que Rojo y negro era mejor que La Cartuja de Parma.
Así se pasó la vida: releyendo a Stendhal. De Balzac decía Lampedusa que era el mejor historiador de Francia, mejor incluso que Michelet, lo que puede parecer una exageración de lector a ojos de los historiadores profesionales, aunque no a ojos de los que hemos leído a Balzac y a Lampedusa. Pero donde Lampedusa quedaba asombrado de la obra de arte escrita era en las novelas de Stendhal, de las que daba clases a sus alumnos (la traducción del italiano al español de esas lecciones la hizo el poeta Antonio Colinas), que entraban en Stendhal como poseídos por el "síndrome" al que da nombre el escritor francés: el trance en el que el lector cae psicosomáticamente ante una obra de arte.
El autor de El Gatopardo sufrió en su tiempo, en la década de los 50 del siglo pasado, el mismo impertinente rechazo que sufrió su maestro Stendhal por parte de su editor. El gran gurú de la izquierda intelectual italiana, el impertinente Elio Vitorini, rechazó El Gatopardo por reaccionaria. No se daba cuenta de que estaba releyendo una novela stendhaliana de dimensiones siderales, que estaba releyendo a Stendhal con El Gatopardo. Tal como el editor de Stendhal no se estaba dando cuenta, al rechazar las novelas del novelista francés, que estaba releyendo a Homero, por el mero hecho de que en lugar de hablar de Aquiles hablaba de Napoleón…