Image: Por el camino de Richter

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Ensayo

Por el camino de Richter

Yuri Borísov

16 octubre, 2015 02:00

Richter se confesaba incapaz de comprender a Mozart. Foto: DECCA

Traducción de Joaquín Fernández-Valdés. Acantilado. Barcelona, 2015. 261 páginas, 20€

"Cuando empezó a tocar, fue como si despedazara la sala en trocitos pequeños... Mi vecino de butaca se asía la cabeza y a todo el mundo le ocurría algo: a uno le refulgía el rostro, a otro se le helaban las lágrimas". Tal era el efecto de la música de Sviatoslav Richter (1915-1997) según las palabras del actor Oleg Borísov recogidas por su hijo Yuri, director de escena y autor de este libro. En los años cincuenta, la Rusia soviética era para Occidente una región brumosa que rezumaba por igual equívocos morales y músicos legendarios. Sobre todo pianistas, y Richter era el más legendario de todos. A Emil Gillels, colega suyo en la clase de Neuhaus en Moscú, le gustaba sembrar la expectación durante sus giras occidentales, en las enhorabuenas de camerino, diciéndole a sus fans: "¿Les ha gustado?, ¡pues esperen a oír a Richter!". En 1960, cuando por fin se dejó ver por aquí, no hubo decepciones. Resultó que, efectivamente, Richter era otra cosa.

Bruno Monsaingeon tiene bien documentado en papel y en película el mito Richter, pero la aportación de Yuri Borísov es igualmente valiosa. Borísov mantuvo muchos y largos encuentros con Richter. Para este libro, los destila y los deja convertidos en estampas richterianas de unas pocas líneas que él expone sueltas, yuxtapuestas, sin hilar, sin preparar ni resolver, como quien va amontonando viejas fotos sobre la mesa lanzándolas una sobre otra. El lector pasa de estampa a estampa y acaba por desorientarse, lo que está muy bien, porque Borísov narra por ramificación, como Sherezade, seguramente porque es así, en rama, saltando de una pasión a la siguiente como hablaba Richter con él.

Richter era un pianista devorador. Devoraba la cultura y la vomitaba en el piano. Las estampas de Borísov son casi todas así: Richter viviendo el teatro, el cine, la pintura, la literatura y, por supuesto, la música de manera apasionada y natural. A Richter, que fue un monstruo memorioso, como el Funes de Borges, le divierte hablar de las cosas cotidianas encadenando citas de Pushkin, Gogol, Blok, Proust o Shakespeare y no tarda en traer a colación, en cualquier conversación a Meyerhold, Pasolini, Cocteau, Chaplin, Marlene Dietrich (imagina un Pierrot lunaire de Shakespeare cantado/hablado por ella), Matisse, Kokoschka, Malevich, Hermann (el pintor de Los cuadros de una exposición) Falk, Larionov, Lentulov, Konchalovski, los pintores del grupo "La sota de diamantes", La montaña mágica o La recherche (no pudo esperar a que saliera en ruso El tiempo recobrado, tuvo que lanzarse sobre la traducción alemana). De ahí el título Por el camino de Richter.

Richter tiene, como tantos músicos rusos, la manía de llenar la música de cosas. De historias o imágenes visuales. El Preludio y fuga en sol sostenido menor de Shostakovich, por ejemplo, le recuerda a Borodín. "Al principio está meditando sobre sus experimentos químicos, ¡y la fuga representa a las sufragistas!". Ese juego se lo inculcó su maestro Neuhaus: "¿A qué te recuerda la Rapsodia en si menor de Brahms?. Tras días de búsqueda atormentada, Ricther da con una solución, La princesa lejana de Rostand, pero el maestro: "No. Interesante, pero no. ¡Es Le chanteur de Kymé de Anatole France!" Y a continuación se lo demuestra al piano: "Aquí el anciano maldice la morada, aquí se aprieta la lira contra el pecho, aquí sube al promontorio..." A esto mismo juega Richter con Borísov a lo largo del libro y son estas asociaciones, aparentemente irrelevantes, las que acaban dando solidez y concreción al universo de Richter que, por ser musical, es etéreo e indescriptible.

Casi un tercio de las doscientas sesenta y una páginas del libro se va en apéndices. En uno se relaciona minuciosamente el repertorio de Richter, todo lo que tocó, preludio a preludio, sonata a sonata. Más interesante incluso resulta lo que no tocó. Se confiesa incapaz, por ejemplo, de comprender a Mozart: "No lo he encontrado en mi infancia, ni en mi juventud, ni en mi vejez".

El otro apéndice, aún más apetecible, reúne comentarios de Richter sobre obras concretas. La prosa castellana renquea al principio, pero luego mejora y tiene momentos buenísimos en los que se desvanece la lucha del traductor y suena creíble y natural la voz de Borísov y del propio Richter.

@GuibertAlvaro