En la ciudad sumergida
José Carlos Llop
7 mayo, 2010 02:00José Carlos Llop. Foto: Mario Anzuoni
El detalle no parece gratuito: en más de una ocasión a lo largo de este libro el autor quiere dejar claro que se trata de un texto inducido, al que ni siquiera cabe disimular demasiado las costuras propias de toda obra miscelánea. Compuesto en buena medida de "viejas tablas" encontradas -léase, artículos y semblanzas ya publicados-, este libro casi de circunstancias obra, sin embargo, el inesperado milagro de convertirse en uno de los más personales del palmesano José Carlos Llop (1956), y lo logra por el procedimiento de mezclar, como él mismo indica, la "topografía sentimental" -a lo que parecía apuntar el mencionado encargo- con el libro de memorias e incluso con la novela.
Y el resultado es un libro sorprendentemente ameno, que mezcla biografía e historia menuda, testimonio sociológico y evocación sentimental, educada chismografía y ponderados juicios literarios. Incluso lo novelesco -lo característicamente novelesco del autor: su gusto por el cosmopolitismo, el exotismo templado, las vidas singulares- se presenta aquí como algo connatural a su vivencia de la ciudad, lo que le permite incluso una cierta dosis de autoironía, visible en la constante alusión a las escenografías "tintinescas" -por Tintín, el personaje de Hergé-, a las que tanto recuerda, a veces su propio universo narrativo.
Hay en la prosa de Llop una constante tensión entre una cierta ligereza bien manejada y una certera mirada crítica, y esta dualidad parece especialmente apropiada al doble objeto de este libro: la consideración nostálgica y evocadora de una ciudad, la de su infancia y juventud, en trance de desaparición, o ya desaparecida, por un lado; y, por otro, la constatación de sus miserias, de sus arraigadas disensiones, de la falta de generosidad de las sociedades cerradas respecto a lo que viene de fuera, etc.
Este aspecto crítico del libro se concreta en una serie de espléndidas semblanzas de artistas locales o aclimatados, siempre ponderadas y justas, entre las que destacan la del pintor Antonio Gelabert, la de Llorenç Villalonga, la del joven Borges, la del actor Fortunio Bonanova o el agridulce retrato que hace del siempre polémico e inasible Camilo José Cela.
Y es que, al cabo, este libro que se abría como una amable historia familiar acaba siendo un severo testimonio sobre las constataciones que se alcanzan desde la madurez; respecto a la ciudad, sí -que es aquí un magnífico pretexto-, pero también respecto al propio devenir histórico y literario, que no siempre sitúa a cada cual donde merece. El autor se refiere a su ciudad natal. Pero una ciudad, como él mismo insinúa, es con frecuencia todas las ciudades.