Diario (1953-1969)
Witold Gombrowicz
6 octubre, 2005 02:00Witold y Rita Gombrowicz, fotografiados por Piotr Kloczsowki
Pertenece el polaco Witold Gombrowicz a ese significativo grupo de autores que, no contentos con empujar su agua al molino de la literatura y hacer girar la vieja rueda, cocean furiosamente contra ésta, con la esperanza de que los demás les aplaudan por haber puesto de manifiesto la fragilidad del prestigioso mecanismo.
De eso tratan estos diarios; que, pese a ceñirse a los dieciséis últimos años de la vida del autor, abarcan, en su incesante ajuste de cuentas con el pasado, toda su existencia, incluyendo sus inicios en la Polonia de entreguerras y los años de miseria y anonimato que siguieron a su azarosa llegada a la Argentina, en vísperas de la II Guerra Mundial.
Privado de su público y de su medio de vida, Gombrowicz interioriza su soledad, explora sus contradicciones y desarrolla toda una antropología propia, bastante coherente con las claves de su narrativa anterior al exilio. Nuestra conciencia, piensa Gombrowicz, no es sino una creación colectiva, y sólo alcanzaremos nuestra individualidad en la medida en que resistamos la presión de los otros. Nuestro drama no es la muerte, sino las mil muertes cotidianas que encierra la vejez. Es injusto que el "hombre ascendente" (el joven) deba someterse a los dictados del "hombre descendente" (los viejos), aunque un modo de aceptar la potestad natural de los jóvenes es -dice este homosexual reticente- someterse al deseo que naturalmente inspiran... El arte es una más de esas imposturas que los viejos imponen al inferior o al ignorante. Nos extasiamos en los museos, en los conciertos o ante un poema porque la presión para que así lo hagamos es demasiado fuerte. Y a la sombra de ese prestigio artificial proliferan miles de impostores menores, artistas sin fuste, provincianos del intelecto, dedicados a la ardua tarea de prodigarse mutuas alabanzas... éstos son los argumentos que se reiteran en estos diarios. En los que, por otra parte, hay poco lugar para intimidades autobiográficas: las pocas que se abren paso en la densa trama ensayística que cubre estas páginas devienen, casi inevitablemente, fantasías desquiciadas, muy parecidas a las que abundan en la narrativa de su autor.
Se comprenderá que Gombrowicz no sea simpático a sus coetáneos: la proyección de sus ideas sobre la realidad polaca le granjea no poca hostilidad, tanto en la prensa comunista como entre los medios del exilio. Para ser alguien, para ser verdaderamente polacos, dice, hay que empezar por vencer a la propia tradición nacional y al servilismo con que los polacos abordan la cultura europea. Para irritación de católicos, Gombrowicz coquetea con la ideología comunista, de la que dice no andar muy lejos..., para concluir afirmando, lúcidamente, que ésta es incapaz de asegurar la mera manutención de los pueblos. Y para desespero de ateos y comunistas, dice simpatizar con la intuición católica de que todo hombre oculta un infierno. Aunque quizá sea el existencialismo sartriano el pensamiento hacia el que siente más afinidad, lo que no significa que se avenga a aceptarlo sin polémica, y sin cargar repetidamente contra los sartrianos superficiales (él, que confiesa haberse saltado no pocas páginas de El ser y la nada)...
Llama la atención que este cascarrabias impenitente fuera asimilado con tanta facilidad por la gran cultura europea; que en sus últimos años entrara en el circo (por él tan denostado) de los grandes premios literarios internacionales, las becas sustanciosas y la consagración profesoral. Pero la gran baza de este diario es no ocultar nada: ni siquiera la propia vanidad o las íntimas derrotas. Casi nos divierte que el autor no tenga reparos en confesar su avidez por los dólares de un premio. En eso, qué duda cabe, es más sincero que casi todos los demás.