Premio Grandes Viajeros. Ed. B, 2002. 304 páginas, 18 euros
El efecto más rutinario que provoca la lectura de los libros de viajes actuales es la depresión. El viajero que se desplaza a algún país lejano y nos cuenta lo que ve, suele dejarnos una honda pena ante la destrucción de la naturaleza y la miseria de los pueblos subdesarrollados. El último premio Grandes Viajeros, curiosamente, nos alegrará la vida. ¿Qué ha hecho Martínez Laínez para deshacer el tabú del viajero apocalíptico? Pues lo que ya hizo en El Imperio Enterrado, viajar más hacia el pasado que bucear en las cloacas del presente. En este viaje por Rumania tras los vuelos de Drácula, no ignora la crisis actual del país, pero se centra en el personaje histórico de Vlad Tepes, el Empalador, el Drácula real, que no chupaba la sangre que esparcía. Laínez, reconstruyendo los avatares del príncipe valaco, sus "gestos" de autoridad, nos aclara que el conde de la novela de Stoker no es identificable con el Drácula histórico. Después nos insufla un raro optimismo: sin duda los ríos estaban limpios de mercurio en el siglo XV, pero si tosías en mal momento venía un señor feudal y te clavaba en una estaca a las puertas de tu casa.
Laínez nos avisa de una Rumania que espera enriquecerse prostituyendo su historia y aceptando ser la cuna del vampiro más famoso de la historia y de la literatura. Les interesa a los rumanos que el Empalador se convierta en ese confuso personaje diabólico cuya tumba mi- llones de turistas culturales podrán visitar en un recorrido de cartón piedra. Como Laínez ya ha comprobado, el visitante abandonará Rumania tan harto de Drácula como se deja Viena, deseando perder de vista a Mozart y sus bombones.