Milan Kundera
Milan Kundera ha enviado para los lectores de EL CULTURAL, en exclusiva para España, estas reflexiones, fragmentos de un posible futuro libro de ensayo, a vueltas con la modernidad antimoderna, el antilirismo o la frontera de lo inverosímil...
«Hay que ser absolutamente moderno», escribió Arthur Rimbaud. Unos sesenta años más tarde, Gombrowicz no estaba tan seguro de que eso fuera necesario. En Ferdydurke (publicado en Polonia en 1938), la familia Lejeune está dominada por la hija, una «colegiala moderna». A la chica le encanta telefonear; desprecia a los autores clásicos; cuando llega un señor de visita, «se limita a mirarlo y, metiéndose entre los dientes un destornillador que sostenía en la mano derecha, le alarga la mano izquierda con total desenvoltura».
También su mamá es moderna; forma parte «del comité para la protección de los recién nacidos»; milita contra la pena de muerte y a favor de la libertad de costumbres; «ostensiblemente, con ademanes desenvueltos, se dirige hacia el retrete» para luego salir «más orgullosa que al entrar»: la modernidad, conforme va envejeciendo, se convierte para ella en algo imprescindible como «único sustitutivo de la juventud».
Papá también es moderno; no piensa, pero hace cuanto puede por complacer a su hija. En Ferdydurke Gombrowicz capta el giro fundamental que se produce durante el siglo XX: hasta entonces la humanidad se dividía en dos, los que defendían el statu quo y los que deseaban cambiarlo; sin embargo, la aceleración de la Historia tuvo sus consecuencias: mientras que, antaño, el hombre vivía en el mismo entorno de una misma sociedad aparentemente inmóvil, llegó un momento en que, de repente, comenzó a notar bajo los pies la Historia cual una escalera mecánica: ¡el statu quo estaba en movimiento! ¡De pronto estar de acuerdo con el statu quo fue lo mismo que estar de acuerdo con la Historia que se mueve! ¡Por fin se podía ser a un tiempo progresista y conformista, bien pensante y rebelde!
Atacado y tildado de reaccionario por Sartre y los suyos, Camus pronunció su famosa réplica dirigida a quienes han «colocado su sillón en el sentido de la Historia». Camus tenía razón, sólo que no había advertido que ese valioso sillón portaba ruedas y que, desde hacía ya algún tiempo, todo el mundo lo empujaba hacia delante, las colegialas modernas, sus mamás y sus papás, al igual que todos los adversarios de la pena de muerte y todos los miembros del Comité para la protección de los recién nacidos y, por supuesto, todos los políticos, quienes, al tiempo que empujaban el sillón, volvían sus rostros risueños hacia el público que corría tras ellos y también reía, enterado de que sólo el que se alegra de ser moderno es auténticamente moderno.
Fue entonces cuando cierta parte de los herederos de Rimbaud comprendió esa cosa inaudita: actualmente, la única modernidad digna de tal palabra es la modernidad antimoderna.
La gran pléyade
[…] Pese a ser de limitado alcance, el concepto de Europa central seguirá con frecuencia siendo útil, a veces imprescindible.
Por su simple definición, ha desenmascarado la mentira de Yalta, que quiso ratificar en Europa la frontera entre Este y Oeste tal como la había creado, no la historia de casi dos milenios, sino una momentánea relación de fuerzas entre tres jefes de Estado hacia el final de una guerra. Fui apreciando el concepto de Europa central también por otras razones, más personales, totalmente ajenas a la política.
Fue cuando empecé a comprobar que las palabras novela, arte moderno o novela moderna significaban para mí algo distinto que para mis amigos de Francia. No se trataba de un desacuerdo, sino, muy modestamente, de la constatación de una diferencia entre las dos tradiciones que nos habían formado. En un breve panorama histórico, nuestras dos culturas surgieron ante mí como dos antítesis casi simétricas. En Francia, el clasicismo, el racionalismo, el libertinaje, la lucidez de la gran novela del siglo XIX. En Europa central, el reino del arte barroco particularmente estático y, en el siglo XIX, el idilismo moralizador de Biedermeier, de grandes poetas románticos, y ninguna novela. La inigualable gloria de Europa central residía en su música que, de Haydn a Schünberg, de Liszt a Bartok, condensaba, por sí sola, durante casi dos siglos, la esencia de toda la música europea.
El arte moderno era la rebelión estética contra el pasado; sí, desde luego, salvo que los pasados no eran iguales. Antirracionalista, anticlasicista, antirrealista, antinaturalista, el arte moderno en Francia prolongaba la gran rebelión lírica de Baudelaire y Rimbaud. Halló su expresión privilegiada en la pintura y, por encima de todo, en la poesía, que era su arte elegido. La novela, por el contrario, era anatemizada (especialmente por los surrealistas), se la juzgaba pasada y superada, carente de poesía, incapaz de alcanzar esa explosión de imaginación que constituye la primera exigencia del arte moderno. Franz Kafka, Robert Musil, Hermann Broch, Witold Gombrowicz… Los he amado a todos ellos, pero sólo después de llegar a Francia cobré conciencia de su sorprendente dimensión. ¿Formaban un grupo, una escuela, un movimiento? No; eran solitarios. ¿Eran acaso solidarios? Ni siquiera; no existía una auténtica simpatía entre los dos vieneses, Broch y Musil; Gombrowicz no se sentía vinculado ni a uno ni a otro, y tampoco Kafka le interesaba demasiado.
En numerosas ocasiones les he llamado «la gran pléyade de Europa central», y, en efecto, cual astros de una pléyade, cada uno de ellos estaba rodeado de vacío, alejados los unos de los otros. Es tanto más notable cuanto que su obra expresa una orientación estética común que, para la historia de la novela, representa un giro del mismo alcance que el que suponen, para la poesía y la pintura, las revoluciones modernas que se realizan al mismo tiempo en Francia.
Antilirismo
En El hombre sin atributos de Musil, Clarisse y Walter estaban sentados al piano el uno al lado del otro y tocaban con «violencia tal que los artísticos muebles bailaban sobre sus débiles patas». Estaban «desencadenados como dos locomotoras lanzadas a la par. […] Durante aquel frenético viaje, sus sentimientos se fundieron en uno; oídos, sangre, músculos, privados de voluntad, se suspendieron en un éxtasis común. […] Para Clarisse y Walter, sentados en sus taburetes, aquella tumultuosa efervescencia, aquellos arrebatos emocionales, es decir, esa nebulosa turbación de los subsuelos físicos del alma, eran el lenguaje de lo eterno que puede unir a todos los hombres».
He aquí una soberbia descripción fenomenológica, o sea el análisis de la esencia de un fenómeno, en este caso de la esencia de la música. Un retrato cruel que nadie antes de Musil se había atrevido a hacer: la música que une en un solo conjunto ofuscado a seres que no tienen nada que decirse, y que creen estar viviendo momentos sublimes cuando no son más que simples víctimas de una «nebulosa turbación de los subsuelos físicos del alma». Esa mirada sardónica dirigida a la esencia de la música (más concretamente la música romántica) va más allá, apunta a esa lírica fascinación que alimenta tanto las fiestas como las matanzas y que transforma a los individuos en un rebaño extasiado. Oigo los clamores de las celebraciones del año 2000 en la avenida de los Campos Elíseos; la gente aúlla, y el reportero comenta la gran emoción que los embarga. Y yo me pregunto: ¿qué les emociona tanto? ¿El pasar a otro milenio del que no saben nada? Sus emociones carecen por completo de contenido: un simple ruido que se eleva «de los tumultuosos vapores del alma».
También Hermann Broch se muestra escéptico sobre «la esencia de la música», en concreto de la ópera, que es, desde el siglo XIX hasta nuestros días, el arte estrella en Europa central y en Alemania. Por su sentimentalismo y su grandilocuencia, la obra de Wagner es para él la esencia misma de lo kitsch. Entre los modernos franceses es imposible encontrar semejante antipatía hacia Wagner; menos imposible aún es encontrar en ellos las sarcásticas palabras que dirigía Witold Gombrowicz a la poesía, por ejemplo en su célebre conferencia Contra los poetas, en la que se mofa de la tradición romántica de la literatura polaca y al mismo tiempo (la provocación fue doble) de la poesía como Diosa de la vanguardia occidental.
Sí, esos grandes modernos a los que me refiero eran todos antirrománticos. No porque fuera tal el ambiente en que se movían. No les gustaba su ambiente y jamás fueron aplaudidos en vida en sus respectivos países. Todos ellos eran grandes marginales. Lo único que le debían a su ambiente era el haberlos incitado a la rebelión antilírica y dirigido así su modernidad hacia ese arte que es la esfera privilegiada del análisis, de la objetividad, del humor, de la ironía: la novela.
La frontera de lo inverosímil ya no está vigilada
Dos grandes constelaciones hasta entonces desconocidas iluminaron el cielo por encima de la novela del siglo XX: la del surrealismo y la del existencialismo. Murió Kafka: demasiado pronto para poder conocer a sus autores y sus programas. Sin embargo, lo notable es que sus novelas se anticiparan a esas dos tendencias estéticas, y lo doblemente notable es que las mostraran imbricadas la una en la otra, unidas en una única perspectiva.
Cuando Balzac o Flaubert o Proust quieren describir el comportamiento de un individuo en un ambiente social concreto, toda transgresión de lo verosímil queda fuera de lugar y estéticamente incoherente; pero, cuando el novelista enfoca su objetivo sobre un problema existencial, ya no se impone como norma y necesidad la obligación de crear para el lector el mundo de lo verosímil. El autor puede permitirse ser mucho más negligente con respecto a ese mecanismo de informaciones, descripciones, motivaciones que deben dar a lo que narra una apariencia de realidad. Y, en casos límite, puede incluso hallar ventaja en situar a sus personajes en un mundo francamente inverosímil.
Una vez traspasada por Kafka, la frontera de lo inverosímil quedó sin policías ni aduanas, abierta para siempre. Fue un gran momento en la historia de la novela, y, para no malinterpretar su sentido, he de advertir que los románticos alemanes del siglo XIX no fueron precisamente sus profetas. Su imaginación fantástica tenía otro sentido; al desmarcarse de la vida real, buscaba otra vida; poco tenía que ver con el arte de la novela. Kafka no era un romántico. Ni Novalis, ni Tieck, ni Arnim, ni E.T.A. Hoffman eran santos de su devoción. Lo eran para Breton, no para él. De joven, con su amigo Brod, Kafka leyó a Flaubert, apasionadamente, en francés. Lo estudió. Su maestro fue Flaubert, el gran observador.
Cuanto más atenta y obstinadamente se observa una realidad, más se advierte que no responde a la idea que la gente se forma de ella; ante la amplia mirada de Kafka, la realidad se revela cada vez más irrazonable, por ende irracional, por ende inverosímil. Es esa ávida mirada largamente detenida sobre el mundo real la que conduce a Kafka, y a otros grandes novelistas tras él, allende la frontera de lo verosímil.
Einstein y Karl Rossmann
Bromas, anécdotas, chistes, no sé qué palabra elegir para designar ese tipo de relato cómico sumamente breve con el que tanto disfruté yo antaño, porque Praga era la metrópoli de los chistes. Chistes políticos. Chistes judíos. Chistes sobre campesinos. Sobre médicos. Y un curioso tipo de chistes sobre los profesores siempre chiflados y siempre provistos, no sé por qué, de un paraguas.
Einstein acaba de dar su clase en la universidad de Praga (sí, enseñó allí durante algún tiempo) y se dispone a salir. «¡Señor profesor, coja su paraguas, que está lloviendo!». Einstein contempla pensativamente su paraguas en un rincón del aula y contesta: «Verá usted, amigo mío, olvido con frecuencia el paraguas, por eso tengo dos. Uno lo tengo en casa, el otro lo dejo en la universidad. Por supuesto, podría cogerlo ahora, ya que, como con mucha razón dice usted, está lloviendo. Pero, en tal caso, acabaría teniendo dos paraguas en casa y ninguno aquí». Tras estas palabras, sale bajo la lluvia.
La América de Kafka se abre con el mismo motivo de un paraguas embarazoso, engorroso, que siempre acaba perdiéndose; Karl Rossmann, cargado con un pesado baúl en medio de un tropel de gente, se dispone a salir del transatlántico en el puerto de Nueva York; de pronto se acuerda de su paraguas que ha olvidado en el barco. Le confía el baúl al joven al que ha conocido durante el viaje y, como sea que el acceso hacia atrás está interceptado por la multitud, baja por una escalera desconocida y se pierde en los pasillos; por fin ve abierta la puerta de un camarote y dentro a un hombre, un pañolero. Se dirige a él, quien, muy locuaz, se queja de sus superiores. Como la conversación se prolonga cierto tiempo, el pañolero invita a Karl, para que se encuentre más cómodo, a encaramarse a su litera.
Salta a la vista la imposibilidad psicológica de semejante situación. En efecto, ¡lo que se nos cuenta no es cierto! Es una broma, ¡al final de la cual, por supuesto, Karl se quedará sin baúl y sin paraguas! Sí, es una broma; sólo que Kafka no la cuenta como se cuentan las bromas; la expone largamente, con multitud de detalles, explicando cada gesto al objeto de que parezca psicológicamente creíble; Karl trepa a la litera y, apurado, se ríe de su torpeza; tras conversar durante largo rato, se dice de repente con curiosa lucidez que más le hubiera valido «ir a buscar su baúl que quedarse allí dando consejos…». Kafka vela lo inverosímil mediante la apariencia de lo verosímil, lo que confiere a la novela (y a todas sus novelas) un inimitable encanto mágico.
Otro continente
Sucedió tres meses después de que el ejército ruso ocupara Checoslovaquia; Rusia todavía no era capaz de dominar a la sociedad checa, que vivía inmersa en la angustia pero (por unos meses aún) disfrutando de las libertades conquistadas durante la gran Primavera; la Unión de Escritores, acusada de ser el foco de la contrarrevolución, seguía conservando su editorial, sus revistas, y recibiendo invitados. Llegaron así a Praga, como invitados, tres novelistas latinoamericanos, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. Llegaron discretamente, en calidad de escritores. Para ver. Para entender. Para alentar a sus colegas checos. Pasé con ellos una semana inolvidable. Nos hicimos amigos. Poco después de que se marcharan fue cuando pude leer en galeradas la traducción checa de Cien años de soledad.
Pensé en el anatema que había arrojado el surrealismo sobre el arte de la novela, a la que había estigmatizado por antipoética, vetado a todo lo que es imaginación libre. Sin embargo, la novela de García Márquez era pura imaginación libre. Una de las más grandes obras poéticas que conozco. Cada frase chispea de fantasía, cada frase es sorpresa, deslumbramiento. Tal sería, por lo demás, toda la obra de García Márquez: una rotunda respuesta al Manifiesto surrealista y a su desprecio por la novela (y al mismo tiempo un gran homenaje al surrealismo, a su inspiración, a su aliento, que ha atravesado todo el siglo).
He aquí también la prueba de que poesía y lirismo no son dos nociones hermanas, sino nociones que hay que mantener a distancia una de otra. Porque la poesía de García Márquez nada tiene que ver con el lirismo; el autor no se confiesa, no abre su alma, sólo le embriaga el mundo objetivo, al que eleva a una esfera donde todo es a la par real e inverosímil.
Puente plateado
Pocos años después del encuentro de Praga me trasladé a Francia donde, así lo quiso el azar, Carlos Fuentes era embajador de México. Yo vivía entonces en Rennes, y, durante mis breves estancias en París, me alojaba en su casa, en una buhardilla de su embajada, y tomaba con él desayunos que se prolongaban en discusiones sin fin. De pronto vi a mi Europa central en la inesperada vecindad de América latina: dos lindes de Occidente situadas en los extremos opuestos; dos tierras olvidadas, despreciadas, abandonadas, dos tierras parias; y las dos partes del mundo más profundamente marcadas por la traumatizante experiencia del barroco. Digo traumatizante porque el barroco llegó a América latina como arte del conquistador, y a mi país natal traído por la sangrienta Contrarreforma, cosa que indujo a Max Brod a llamar a Praga la Ciudad del Mal. Eran dos partes del mundo iniciadas en la misteriosa alianza del mal y la belleza.
Conversamos, y de pronto vi un puente plateado, etéreo, tembloroso, rutilante, erigido sobre el siglo, cual un arco iris, entre mi pequeña Europa central y la inmensa América latina; un puente que unía las estatuas extáticas de Matyas Braun en Praga y las enloquecidas iglesias de México.
Y pensé también en otra afinidad entre nuestras dos tierras natales: ocupaban un puesto clave en la evolución de la novela del siglo XX: primero, los novelistas centroeuropeos (para Carlos, Los sonámbulos de Broch era la más grande novela del siglo); luego, unos veinte o treinta años después, los novelistas latinoamericanos, mis contemporáneos.
Más adelante, descubrí las novelas de Ernesto Sábato —en Abbadón el exterminador, lo dice textualmente: la novela es actualmente el único observatorio desde el que se puede abarcar la vida humana como un todo; con ello no se está refiriendo a un fresco extensivo de la vida social, a una nueva Comedia humana, sino a una visión sintética de la existencia que sólo puede provenir de «esa actividad de la mente que nunca ha disociado lo indisociable: la novela».
Medio siglo antes que él, en el otro extremo del mundo (de nuevo vi vibrar por encima de mi cabeza el puente plateado), el Broch de Los sonámbulos, el Musil de El hombre sin atributos pensaron lo mismo. En la época en que los surrealistas elevaban la poesía al rango primero de las artes, Broch y Musil concedieron ese puesto supremo a la novela.
Novela y procreación
Durante la reciente relectura de Cien años de soledad me vino una extraña idea a la mente: los protagonistas de las grandes novelas no tienen hijos. Apenas un uno por ciento de la población no tiene hijos, pero por lo menos un cincuenta por ciento de los personajes novelescos abandonan la novela sin haberse reproducido. Ni Pantagruel, ni Panurgo, ni don Quijote tienen hijos. Ni Valmont ni la señora Merteuil ni la virtuosa presidenta de Las amistades peligrosas. Ni Werter. Tampoco los grandes personajes de Stendhal, Julien Sorel, Patrice del Dongo, Lucien Leuwen, Armance, Lamiel; sin hijos están Rastignac, Lucien de Rubempré, Vautrin; y los personajes de Dostoievski; Stavroguin, Miskin, Raskolnikoff, Kirilof. Y, por supuesto, Ulrich de Musil, pero también su hermana Agathe, y Diotima, y Clarissa y Walter, y el protagonista de En busca del tiempo perdido, y los tres protagonistas de la trilogía de Broch, y Chveik, y ninguno de los personajes de Gombrowicz, y los de Kafka, con la excepción de Karl Rossmann, que tiene un hijo con una criada, pero, precisamente por eso, para huir de su destino de padre, emprende su viaje a América y puede tener lugar la novela. Muchas novelas acaban en boda, pero tal vez me acercaría más a la secreta verdad del arte de la novela si dijese que las novelas acaban antes de que sus protagonistas puedan convertirse en padres. Esa no-fertilidad no obedece a una intención consciente por parte de los novelistas; la procreación repugna al espíritu de la novela (o a su subconsciente).
La novela nace con los Tiempos modernos, que convierte al individuo en la «base de todo». Ningún otro arte se concentra hasta tal punto en el individuo, en su carácter único e inimitable. En nuestras vidas reales, poco sabemos de cómo eran nuestros padres antes de nuestro nacimiento; vemos llegar y marchar a nuestros seres más próximos; apenas desaparecen, otros ocupan su puesto: largo desfile de sustituibles. únicamente la novela aísla al individuo, lo ilumina, lo hace insustituible.
Don Quijote muere y concluye la novela; ese final es tan perfectamente definitivo porque don Quijote no tiene hijos; de haber tenido hijos, su vida se prolongaría, sería imitada o discutida, defendida o traicionada; la muerte de un padre deja la puerta entreabierta; no otra cosa oímos desde nuestra infancia: tu vida continuará con tus hijos; los hijos son tu inmortalidad. Pero si mi historia puede continuar más allá de mi propia vida, significa que esa vida no es una entidad en sí, independiente, cumplida, con un sentido por sí misma, significa que existe por consiguiente algo completamente concreto y terrenal que rebasa al individuo, algo en lo que el individuo se funde, consiente en fundirse, consiente en olvidarse: familia, progenie, tribu, nación.
Con Cien años de soledad el arte de la novela parece sustraerse a una tradición secular; el centro de atención ya no es un individuo, sino un desfile de individuos; no se consideran como la «base de todo», los tiempos del individualismo europeo no son los suyos; todos ellos son originales, inimitables, y, sin embargo, cada uno no es sino el fugaz reflejo de un rayo de sol en las aguas de un río; cada uno de ellos lleva en sí su futuro olvido y es consciente de ello; ninguno permanece en el escenario de la novela de principio a fin; la madre de toda esta tribu, la anciana úrsula, tiene ciento veinte años cuando muere, y eso sucede mucho antes de que concluya la novela; todos ostentan nombres que se parecen, Arcadio y José Buendía, José Arcadio, José Arcadio II, Aureliano Buendía, Aureliano II; para que se difuminen los contornos que los distinguen, para que los confunda el lector.
Géiser del mal
La superpoblación diferencia nuestro mundo del de nuestros padres; lo confirman todas las estadísticas, pero fingimos no ver en ello sino una cuestión de cifras que en nada modifica la esencia de la vida humana. No queremos aceptar que el hombre perpetuamente rodeado de una multitud no se parece ya a don Quijote, ni a Fabrice del Dongo, ni a los personajes de Proust. Ni a mis padres, quienes, antaño, podían pasear por la acera cogidos de la mano. En la actualidad, baja uno de su casa para verse inmediatamente arrastrado por la multitud que fluye por la calle, por todas las calles, por todas las carreteras y autopistas, «vivimos aplastados en el seno de una multitud enloquecida, […] nuestra propia historia debe abrirse paso en medio de la masa» (Rushdie: El último suspiro del moro).
Pero ¿qué es la multitud? Para mí, esta palabra va ligada al imaginario socialista, primero en su sentido positivo, la multitud que se manifiesta, que organiza una revolución, que celebra una victoria, y luego en el sentido negativo, multitud de los cuarteles, multitud disciplinada, multitud metida en cintura. El hombre que forma parte de esa multitud tiene escasas posibilidades épicas; escasas ocasiones de actuar; sus pequeños gestos sometidos a control no pueden poner en movimiento una serie de acontecimientos encadenados: al azar.
La multitud en que transcurren las novelas de Rushdie posee un carácter estético diferente, incluso opuesto; es una multitud carente de todo orden, espantosamente libre, activa, emprendedora, mafiosa, conspiradora, inventiva; en las novelas de Rushdie todo es inesperado, burlesco o enloquecido; nos hallamos inmersos en una perpetua hipérbole épica que, bajo el punto de vista de la estética flaubertiana o proustiana o musiliana, parece transgredir las normas y el buen gusto. Pero esa fabulación hipertrofiada no es un artificio, refleja el carácter transformado de la vida. A la locura de la superpoblación, el autor añade la embriaguez de su propia imaginación, que se embriaga de la realidad misma, que es su floración, su exaltación, su canto.
En la multitud de Rushdie cada cual salvaguarda su libertad, ni siquiera los polis obedecen a sus comandantes, sino al dinero de los mafiosos que los manipulan con festiva irresponsabilidad. Y en eso radica el escándalo: los personajes de Rushdie son originales, deliciosos, tienen una vida rica que irradia una extraordinaria belleza épica -de tal manera que no reparamos en que tan deslumbrante géiser épico es el géiser del mal.
Aurora, la madre del protagonista, es el personaje más fuerte del libro, con una vida interior única y un gran talento artístico; sin embargo, entra en la historia de la novela por la puerta del crimen: cuando es una chiquilla de catorce años, penetra en una capilla donde ve a su abuela; ésta reza, arrodillada ante el altar, y, de súbito, se desploma, fulminada por un ataque; Aurora debería pedir auxilio, pero como aborrece a su abuela, se acerca, la mira y permanece inmóvil; la anciana ya no puede hablar, maldice con la mirada a su nieta, su terrible inmovilidad que la está matando. Una magnífica escena, tan magistralmente narrada que el mal aparece como raramente puede verse: en toda su belleza.
Debemos admitir lo inaceptable: esas flores del mal son las flores de la libertad. Cuando, hacia el final de la novela, el moro Zogdiby vuela para España, estalla la olla del mundo superpoblado; en medio del humo y las llamas, Bombay, debajo de él, comienza a vivir su apocalipsis; y no se trata de un enfrentamiento entre fanatismos; ni de la pesada sombra del gulag que se abate sobre la ciudad; es la gozosa libertad de crear riquezas y destruirlas, la libertad de organizar bandas de asesinos y de masacrar a los enemigos, la libertad de hacer saltar las casas por los aires y aniquilar ciudades, es la libertad de miles de manos sangrientas que le prenden fuego al mundo.
Todo ello no es una profecía; los novelistas no son profetas; la apocalipsis de El último suspiro del moro es nuestro presente, una de sus posibilidades (nos acecha agazapado, ahí está, observándonos).
Traducido del original francés por Javier Albiñana