Frieda Hughes (Londres, 1960) conoce de primera mano la tragedia. Su madre, la poeta Sylvia Plath, se suicidó cuando ella tenía tres años: metió la cabeza en el horno y encendió el gas. Frieda dormía en una habitación a pocos metros de la cocina, junto a su hermano Nicholas. Este también decidió quitarse la vida muchos años más tarde, en 2009. Coincidió con el momento en que Frieda se acababa de separar de su marido.
Conoce, por tanto, a qué sabe el dolor y la tristeza, pero nunca ha querido adulterar la sensación con pócimas psiquiátricas. "Estar triste es lo normal", aseguraba este jueves en Madrid, sentada en un patio interior del Hotel Only You de la calle Barquillo mientras tomaba su Té English Breakfast. Su madre, que en los días anteriores a su muerte traducía poemas de Lorca, también había visitado nuestro país. Fue en julio de 1956. Con motivo de su luna de miel, estuvo cinco semanas en Benidorm junto a Ted Hughes, uno de los poetas más importantes de Reino Unido a mediados del siglo XX y también padre de Frieda.
Convertida en escritora, hoy Frieda cree que los animales, la pintura y, por supuesto, la poesía son el contrapunto de la desgracia. Y eso que, además de las que vivió en sus propias carnes, otras muchas le tocaron muy de cerca. La escritora Assia Weill, amante por la que su padre abandonó a Sylvia Plath, que ya era su esposa, se suicidó poco después de ella. Aunque empleó el mismo procedimiento, esta vez fue incluso peor, pues se llevó consigo a la hija que compartía con Hughes, que ya estaba manteniendo relaciones con otra mujer.
A tenor de los horrores que en pocos años salpicaron su vida privada, el poeta no tuvo muy buena prensa. Muchos lo creyeron culpable del suicidio de la autora de Ariel, poemario en el que Sylvia Plath descargó toda su ira. Otros, además, consideraron que se estaba aprovechando del legado literario de su esposa muerta.
Frieda lo desmiente, tal y como hizo Heather Clark en Cometa rojo, la biografía sobre la poeta que llegó a las librerías españolas el año pasado. Clark consideraba que, a pesar del daño psicológico y emocional que le causara, siempre estimuló su desarrollo como escritora. Respecto a su madre, "su fama me da igual —asegura Frieda, que no advierte ninguna influencia de ella—. Si acaso, lo que ha hecho es que desarrollara un deseo de alejarme de eso [el trastono psíquico] y encontrar una manera de estar en el mundo y mi propia valía".
Frieda recuerda a su padre como un tipo generoso. "Cuando me dispuse a publicar mi primer poemario, le pedí que separara los poemas en tres pilas: los buenos, los malos y los que, trabajándolos, podían llegar a ser buenos. Cuando finalmente lo publiqué, estaba loco de contento. Él quería que yo creyera en mí misma. Me dijo, además, que mi madre estaría muy orgullosa", relata.
Aquel sería el principio de una carrera como escritora; muy alejada, eso sí, de la sombra de sus padres. En la entrevista nos revela, además, una sorpresa: hasta su debut como poeta, "no había leído nada de la obra de mi madre ni de mi padre", asegura. "Solo después de publicarlo, me atreví a leer un poco y pensé con alegría que no se parecía a la de ellos", resuelve.
“Me alegra que mi poesía no se parezca a la de mis padres”
Ted Hugues le ayudó con los idiomas e invirtió muchas horas en una enseñanza que se intensificó porque era disléxica. Le proponía, no en vano, "algunos retos para que dibujara ciertas cosas", según relata. Y también le aconsejó "que buscara un trabajo paralelo", cuenta ahora con una sonrisa.
En la actualidad, Frieda expone sus pinturas en Londres y alberga una exposición permanente en su galería privada de Gales, donde tiene una casa en la campiña. Es la misma en la que cuida a animales heridos en un aviario. El detonante de esta actividad fue un inopinado encuentro con una urraca a la que llamó George, nombre que da título al libro publicado en Errata Naturae que la ha traído hasta Madrid, un diario en el que relata la experiencia que le cambió la vida.
Desde pequeña siempre anheló un hogar en el que echar raíces. Desde el suicidio de su madre, su vida fue un continuo trasiego de mudanzas por la itinerante trayectoria de su padre. Su abuelo, el padre de Sylvia Plath, fue entomólogo —especialista en insectos—, pero Frieda no cree que aquello determinara su pasión por los animales. Prefiere explicar esta querencia a través de su padre, que "era un gran amante del mundo natural y tenía un profundo respeto por los animales, aunque también iba de caza".
"Tenía tres perros cuando George entró en mi vida. Eran majísimos, pero no me necesitaban; en cambio, George sí me necesitaba", apunta Frieda, que ha encontrado en los animales "la expresión más sencilla" de los afectos. "Cuando las cosas se ponen complicadas, nos recuerdan que podemos tener una relación sana con otro ser vivo. Si he estado en un acto literario glamuroso, vuelvo a mi casa, abrazo a un hurón y me doy cuenta de que eso importa mucho más que el glamur. Los animales son los que me reconectan con esa vida natural. Y además, no te juzgan", concluye.
[Sylvia Plath, sesenta años encerrada en su campana de cristal]
El estilo de Frieda, evocador y elegante en la prosa, se encuentra muy alejado del desgarro y la visceralidad dominantes en la obra de su madre, que introdujo cuestiones como la maternidad, el aborto, el cuerpo femenino o la depresión, hasta entonces inéditas. Respecto a la salud mental, Frieda rechaza la medicación, salvo que no haya alternativa. "Por más deprimida y triste que me sienta, creo que mi obligación es sentirlo y estar consciente, saber cuáles son los motivos para salir de ello", explica a sabiendas del motivo que condujo a su madre al suicidio.
La creadora, que en el plano literario ha publicado también libros infantiles y juveniles, recuerda sus años como "consejera de adolescentes" y "cómo a muchos les recetaban medicación y lo pasaban muy mal, era muy triste". "Si yo necesito sentarme y llorar hasta que no me quede una sola lágrima en el cuerpo porque mi matrimonio se ha roto y mi hermano ha muerto, lo voy a hacer", apostilla.